Hollywood, la televisión que viene
Decir Televisión que viene es una generalización extrema, pues se trata de
una cultura completamente nueva; es decir, estaríamos ahora mismo en el vórtice
de una singularidad, tras la que laten los nuevos medios y géneros. Ese no es
el problema, porque es apenas natural y lógico en toda evolución, incluso en
sus aspectos críticos; lo que asusta aquí es el carácter de esa nueva cultura,
que se impone solapadamente a través de los medios actuales.
Eso es lo que salta a la vista con esta serie, en que se critica el
esplendor de la industria del cine norteamericano; no porque la crítica sea
injusta sino porque es sesgada y parcial, y en ello rehúye su naturaleza. Por
supuesto, toda posición de poder implica su abuso, porque es un problema de la
naturaleza humana; achacar eso a la ferocidad del capitalismo es ignorar la
ferocidad del socialismo que lo critica y perpetuar el problema, como
demuestran los últimos eventos del movimiento feminista.
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La serie muestra su falencia desde el inicio, con esos jóvenes trepando al
signo de Hollywood en los créditos; que no sólo alude —con mucho tino— al drama
alrededor del que se mueve, sino también a la legitimidad de los esfuerzos que
se frustran. Es decir, para la serie el problema no está en que esa juventud se
realizara como trepadora, en busca de un sueño narcisista; pues siempre que
aluden a un problema de realización personal, es en este sentido del estrellato
en el mundo corporativo del cine.
Según los presupuestos de la serie, esa brutalidad corporativa va contra la
realización de aspiraciones genuinas; que se extienden hasta el problema político
de la representación, en cuestiones de raza, género y sexualidad. A estas
alturas no es difícil ver la reducción maniquea, de una crítica falsamente
liberal de los prejuicios conservadores; que en el maniqueísmo obvia la
ponderación histórica y hasta la naturaleza antropológica de esos problemas que
trata, porque su interés es abiertamente ideológico.
El drama gira alrededor de las decisiones sobre filmar y cómo la película Peg,
y es de la historia de una actriz asiática, marginada por su origen étnico; y
que va a ser adaptado al nombre de Meg, para que sea interpretado por
una actriz negra, luego de haberse optado por la opción natural de una actriz
caucásica. El proyecto además es escrito por un negro, en el Hollywood de la
década del cincuenta; y todo está rociado con el otro problema de la sexualidad
sumergida de los artistas, condenados al vicio por el ostracismo.
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Otras participaciones vindicativas son las de Rock Hudson, Scotty Bowers y
es de suponer que muchos otros; de modo que la serie sí se presenta a sí misma
como esa reivindicación de un Hollywood obligado a la clandestinidad. No deja
de comprender ciertas contradicciones, como en parlamentos desarrollados en la
ficción dentro de la ficción; en que ciertos actores, asumiendo otros papeles, llegan
incluso a extrañar aquella vida sumergida y libertina.
Estas proyecciones devienen así en morales, con una justificación expresa
de necesidades políticas; renegando del pragmatismo económico que construyera a
la industria, por sobre el riesgo de quebrarla en el forcejeo. De hecho, parte del
drama es el heroísmo en que ha de imponerse el bien sobre el pragmatismo; y en
medio de esas contradicciones, aparece la figura inefable de Eleanor Roosvelt
con su exortación debidamente moral.
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La proyección es tan ideológica que resulta moralmente supremacista y
reductiva, con esa distinción tan clara entre el bien y el mal; que recuerda
los peores ejemplos del llamado realismo socialista, en que lo real se definía
como lo necesario, y esto era siempre el bien moral. Ni en los peores tiempos
de la Contrarreforma católica la manipulación fue tan fragante, con un índice
de valor al menos negativo; con el que sólo se cuidaba de no exponer al rebaño
a experiencias negativas, dejando la catequesis para las parroquias.
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