La canción del emigrante, de Carlos A. Díaz Barrios
Por Bárbara Teresa Suárez
Regreso de Miami a Casablanca,
en avión, leyendo un libro. Un libro que es una canción, una canción de un
emigrante, como yo, solo que él hace su viaje en tren, cruzando fronteras, y encontrando
gentes. Por eso su viaje aunque sí me cuenta desencuentros, historias terribles
que me dicen de soledad y angustia, es un viaje de imágenes, de encuentros. Ese
tren sucio que trasporta ganado, tiene un alma tierna y humana.
La composición de la canción me
recuerda las Cántigas, esas de escarnio, que nos cuentan algo, en este caso de
un camino y con un trovador que va dando el ritmo que tiene un viaje. Ese viaje
terrible del ganado hacia el matadero sucede en una geografía específica que
viene dada por algunas palabras como: azogue, mezcal, muchachas de rostros
chatos primero y después por la cita de lugares en México: Hermosillo, Sonora,
Tijuana y algunas características del territorio como el desierto, los cactus,
etc.
Yo lector, voy en ese tren. Es
imposible no hacerlo, es muy descriptiva la historia y esas claras imágenes que
me meten dentro la narración y me hacen visualizar, de tan cercano, todo el
entorno, me llevan a símbolos presentes siempre en la cosmogonía de Carlos; se
encuentran en tétricos y egipcios escarabajos funerarios, por ejemplo. Hay luz
y salvación en esa “mariposa esfera de luz” que aunque si pudiera ser una
mariposa monarca va acompañada de “gajos de diamantes”.
No solo hay un espacio en la canción
de Carlos, hay un tiempo. Un tiempo de primeros tiempos, dado por putas que
viajan en un vagón acompañándose de un piano para un burdel, y jugadores de póker,
y navajas. El hombre solo que describe el viaje tiene bien poco para vivir, ese
tren es su mundo, su país. Cuando fuma su marihuana siento la presencia de otro
Carlos, el Castañeda, que ya no es un perro, pero transporta su esqueleto, se
disuelve, pierde el sí mismo y es en su desesperación, en su mugre, en ese no
ser nada, en ese llegar al fondo dónde podrá renacer, florecer, como lo hacen
las rosas.
A partir de la invocación a
Dios el canto se hace más íntimo y lo siento a través de lorquianas memorias
como ese cruzar el rio lleno de adelfas o esa sangre con alas bajo el follaje
de la tarde. Pasando la frontera comienza este “renacer”, folklórico a veces,
carnavalesco otras, con enanos, mujeres que arrastran un altar de la Guadalupe
y el viaje fuera del tren, más allá del rio. Siempre huyendo de la patria y con
ella a cuestas. No valen la “universalidad” ni el salvavidas regalado, los
muchos oficios, lo aprendido, la gente que está peor que uno. Alusiones
continuas a una isla que bien conocemos, a una revolución, a unos discursos.
Reseña del libro del opio |
El exilio, “esa industria de
latas de conservas y artefactos de plástica”, que te ahoga. Papeles, documentos,
visados, no te sirven porque las manos están vacías, no hay brazos, se espera
solamente la derrota. Es una canción triste, dura, difícil, aparentemente sin
esperanza, pero para quien se mete en una bañadera porque la habitación está
llena de cucarachas y le da asco o para quien encuentra a alguien desesperado
que conoce a Shakespeare y no se arrepiente de tan terrible viaje, habrá
siempre una esperanza.
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