Wednesday, June 17, 2020

365 days


Hasta los años del cambio de siglo, la industria pornográfica era profesional, y hasta cierto punto artística; en ocasiones se inventaba historias para justificar el sexo, todavía ligeras pero más densas que el plomero ocasional o el examen médico. En todo caso las cosas estaban claras, se trataba de sexo hard core, y casi sin jueguitos de calentamiento; pero claro, se trataba de una industria profesional, que apenas aprovechaba la nueva tecnología de internet.

Como la prensa entonces, se hacía por profesionales especializados, cuyo único temor era no ser suficientemente buenos en lo suyo; incluso si la competencia era feroz, porque —como en la prensa— era entre profesionales. Pero la apoteosis tecnológica le movió la asombra profesional a todas las industrias, instaurando su nueva cultura; los servicios de streaming se hicieron populares, y toda industria pasó a manos de advenedizos y aficionados.

Ahora no sólo cualquiera es actor porno o director, sino también cineasta dispuesto a vender softporno; el que quiera porno duro puede ir a los mil sitios gratuitos que pululan por internet, tan malos que parecen made in China. Ese es el problema con 365, que apenas oculta sus intenciones en el pudor que vende como descaro; escamoteando la fresa de continuo, como si pudiera apelar a una estética del erotismo que no excluya —como toda estética que se respete— la vulgaridad del cliché.

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A lo mejor de veras los productores pretenden eso, con la arrogancia de administradores corporativos; que desconocen el producto que venden tanto como al público al que se lo venden, reduciéndolo a su propia vulgaridad. Ese es el problema de esta cultura postmoderna, que desciende veloz por el tobogán del mimetismo; con esa idea del éxito prefabricado y accesible, en la que cabe el seudo actor, el cuasi porno y el frustrado pervertido que los consume.

No hay manera de que 365 sea un mal cine, porque para eso primero tendría que ser una experiencia cinematográfica; y no lo es, ni siquiera en ese sentido del porno del siglo pasado, por la maldita costumbre de tapar la fresa. La película consigue reunir todos los estereotipos del sexo, sin conceder siquiera la posibilidad del fetichismo; y no es que no lo pretenda, sino que no lo consigue, porque por ahí desfila todo el rosario que dio glorias pasadas al porno.

El argumento es tan disparatado como la supuesta sensualidad de los protagonistas, y acude a cuanto cliché fotográfico existe; explicando por sí sólo el nivel de decadencia contemporánea, por esa idea de creatividad pre empacada. Antes que esta, Cincuenta sombras de Grey avisaba de la hecatombe, y como esa esta se basa en un libro que tiene continuación; es decir, habrá más disparates sobre estos, como un chicle que se sigue masticando por inercia.

Eso también demuestra de modo definitivo la totalidad de esta decadencia, en que a la literatura y el cine se les une el porno; porque no basta con ocultar la fesa, el erotismo no descansa en el cliché n el porno oculta lo que promete, así que aquí lo que tenemos es puro neoliberal entrepreneurship. Si algo hay peor que la Iglesia con que se topara Don Alonso Quijano, ha de ser esta mojigatería; cuya ofensa consiste en la estupidez con que interfiere en el desarrollo de al menos dos industrias, la más afectada se las cuales no es el cine sino la de la fresa.

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