365 days
Hasta los años del cambio de siglo, la
industria pornográfica era profesional, y hasta cierto punto artística; en
ocasiones se inventaba historias para justificar el sexo, todavía ligeras pero
más densas que el plomero ocasional o el examen médico. En todo caso las cosas estaban
claras, se trataba de sexo hard core, y casi sin jueguitos de calentamiento;
pero claro, se trataba de una industria profesional, que apenas aprovechaba la
nueva tecnología de internet.
Como la prensa entonces, se hacía por
profesionales especializados, cuyo único temor era no ser suficientemente
buenos en lo suyo; incluso si la competencia era feroz, porque —como en la
prensa— era entre profesionales. Pero la apoteosis tecnológica le movió la
asombra profesional a todas las industrias, instaurando su nueva cultura; los
servicios de streaming se hicieron populares, y toda industria pasó a manos de
advenedizos y aficionados.
Ahora no sólo cualquiera es actor porno o
director, sino también cineasta dispuesto a vender softporno; el que quiera
porno duro puede ir a los mil sitios gratuitos que pululan por internet, tan
malos que parecen made in China. Ese es el problema con 365, que apenas
oculta sus intenciones en el pudor que vende como descaro; escamoteando la
fresa de continuo, como si pudiera apelar a una estética del erotismo que no
excluya —como toda estética que se respete— la vulgaridad del cliché.
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A lo mejor de veras los productores
pretenden eso, con la arrogancia de administradores corporativos; que desconocen
el producto que venden tanto como al público al que se lo venden, reduciéndolo
a su propia vulgaridad. Ese es el problema de esta cultura postmoderna, que desciende
veloz por el tobogán del mimetismo; con esa idea del éxito prefabricado y accesible,
en la que cabe el seudo actor, el cuasi porno y el frustrado pervertido que los
consume.
No hay manera de que 365 sea un mal
cine, porque para eso primero tendría que ser una experiencia cinematográfica;
y no lo es, ni siquiera en ese sentido del porno del siglo pasado, por la
maldita costumbre de tapar la fresa. La película consigue reunir todos los
estereotipos del sexo, sin conceder siquiera la posibilidad del fetichismo; y
no es que no lo pretenda, sino que no lo consigue, porque por ahí desfila todo
el rosario que dio glorias pasadas al porno.
El argumento es tan disparatado como la
supuesta sensualidad de los protagonistas, y acude a cuanto cliché fotográfico
existe; explicando por sí sólo el nivel de decadencia contemporánea, por esa
idea de creatividad pre empacada. Antes que esta, Cincuenta sombras de Grey
avisaba de la hecatombe, y como esa esta se basa en un libro que tiene
continuación; es decir, habrá más disparates sobre estos, como un chicle que se
sigue masticando por inercia.
Eso también demuestra de modo definitivo
la totalidad de esta decadencia, en que a la literatura y el cine se les une el
porno; porque no basta con ocultar la fesa, el erotismo no descansa en el
cliché n el porno oculta lo que promete, así que aquí lo que tenemos es puro
neoliberal entrepreneurship. Si algo hay peor que la Iglesia con que se topara
Don Alonso Quijano, ha de ser esta mojigatería; cuya ofensa consiste en la
estupidez con que interfiere en el desarrollo de al menos dos industrias, la más
afectada se las cuales no es el cine sino la de la fresa.
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