Contrario a la mayoría de sus contemporáneos, Cruz Varela no apuesta nunca
por una poesía intelectualista; sino que recoge la cuestión de la naturaleza,
ahí donde murieron las postmodernas, y sigue hilando el grave problema de la
existencia. Por eso, aunque su poesía se define en el uso sin sonrojos de la
primera persona del singular, no es por el egocentrismo habitual; sino en la
propiedad del sujeto que se asoma al mundo como al abismo, para que este lo vea
mientras él mismo lo observa.
Es por esta relación compleja con el mundo como su objeto, que la poética
de Cruz Varela usa motivos clásicos; pero sin que sea por ello clasicista, en
ese sentido del estilo que se amanera, sino por el sentido profundo de estos.
Así, puede ser Antínoo, comprendiendo la tragedia del hombre al que le ha fallado
el mundo; y puede ser Helena, renegando de la violencia
que se derrama en torno a ella.
En todos los casos, el motivo es la hondura antológica tras el tema y no el
tema mismo, que puede ser intrascendente; pero que en esta simpleza del gesto
mismo contiene toda la trascendencia del mundo, en la tragedia que refleja. Esa
peculiaridad es lo que le otorga claridad y esplendor a su poesía, en el
alcance existencial de su función reflexiva; resuelta sin esos discursos que
plagan a la poesía contemporánea, desde que el intelectualismo desplazara —con
su falta de fe— el sentido que es propio de lo real.
Esta poesía sin dudas es, así y por ello, la manera más bella y generosa
de ser modesto, aunque resulte incomprensible; después de todo, se trata siempre
del gran misterio del hombre en el centro de la realidad, y su compleja
relación con ella. Este dramatismo profundo es también el que la establece a
ella como su gran sujeto, pero en el mismo sentido de sus motivos poéticos;
toda la humanidad concentrada en un complejo de valor ontológico, que rezuma
cuestionándolo todo en cada verso; no por resentimiento moral o inteligencia —aunque
pueda parecerlo—, sino realidad puntual que habla con la realidad del universo.
Este sujeto que es Cruz Varela, es el que es hija de Eva, título de su
tercer poemario, (Julián del Casal, 1990); y a la vez la explica en ese esplendor
del verso, como continuidad de las poetas postmodernas, en que maduró Eva. Es
decir, se vuelve a tratar, como siempre, de ontología y hermenéutica, como
función reflexiva del arte en su valor existencial; recogiendo el batón
directamente de aquellas mujeres en que se emancipó la femineidad como
naturaleza, aún incomprendida.
Es decir —de nuevo—, se vuelve a tratar de ontología y hermenéutica, pero
más allá de la puntualidad casual de su mismo sujeto; para recoger en ella otro
paso fatigado de la humanidad, que incomprendida acompaña al hombre en su experiencia.
En ese sentido, el problema de Cruz Varela es el problema mismo de la
existencia, en las contradicciones que plantea desde el inicio de la cultura;
por eso su primera referencia es ontológica, y se refiere al primer momento que
es Eva, como segundo desde la negación de Lilit.
Eso fue lo que maduró en las postmodernas, como residuo del amaneramiento
intelectual en los modernistas; y que por eso se refleja en la violenta
sensualidad que las hiciera luminosas y dramáticas, en su tragedia existencial.
La poesía de Cruz Varela no siguió el curso común, de sometimiento al
amaneramiento intelectual; por el contrario,
insiste en su singularidad preciosa, la sopesa en su ductilidad, y le halla la
función en esta insistencia. Por eso, como poca otra poesía, ofrece pistas para
la vida, no desde la supremacía moral sino desde la modesta naturaleza; en un gambito
paradójico, porque hay que ser muy fuerte —y ella lo es— y tener mucho carácter, para poder tanta modestia.
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