Cuando alguien dice “Yo no soy racista, pero…” va a decir
algo racista, porque está basado en la raza; lo que quiere decir que esa
persona es de hecho más o menos racista, independiente de que lo sepa o no. El
problema es la incapacidad para reconocer la relatividad de los conceptos, que
nunca son absolutos; de modo que no hay nadie que sea absolutamente racista,
sin excepciones con las que rebasar sus límites de tolerancia.
Eso es importante, aunque por las razones opuestas,
respecto a los negros cubanos y haitianos; los primeros, por la mayor
tolerancia de los blancos, que los aceptan como distintos; los segundos, por el
rechazo casi unánime que provocan, sobre todo para los blancos hispanos. El
elemento que explica la diferencia, es el mejor carácter de los negros cubanos,
e hispanos en general; que recuerda la pésima reputación de ciertas etnias en
los mercados de esclavos, por su naturaleza levantisca.
Esto deviene en profecía de auto cumplimiento, con la
gente encontrando lo que espera en ellos; sin tener en cuenta que se puede
tratar de un comportamiento condicionado por ese rechazo, que así es mutuo; o
que incluso sólo sea una expresión culturalmente peculiar, pero recibida con
desconfianza y rechazo. La contradicción es particularmente dolorosa, porque
esconde en la hipocresía el rechazo visceral; como un prejuicio tan justificado
que la persona no puede rebasar nunca, no importa lo que haga.
El otro elemento de este rechazo, apuntaría a Haití como
la primera independencia del hemisferio; cuando las otras no se partieron en un
espíritu libertario, sino sólo del rechazo a la usurpación napoleónica. La
historia es más compleja que los mitos fundacionales, y esconde muchas cosas
entre sus pliegues; como esos recovecos por los que se escabullen los héroes,
como patricios que sólo defendían un estatus quo; no como esos orgullosos
descendientes de castas guerreras, que nunca consintieron en su status.
El rechazo de los haitianos sería así como aquel más
“malo que Aponte” de los cubanos coloniales; y es una vergüenza para los negros
hispanos que nos acojamos a esa ventaja relativa de ser más sumisos. Esto es un
problema grave, en tanto el exilio cubano es demográficamente más negro que
cualquier otro; compartimos esa depauperación de los haitianos, a menos que
vivamos bajo el terror de las subvenciones culturales; de modo que es hasta más
humillante ese patrocinio de una mayor aceptación, que sólo resalta esta
precariedad moral.
También resulta humillante esa confianza, cuando asumen
que no se percibe ese racismo solapado; cuando lo cierto es que sólo se le deja
pasar con ladinismo, consciente de esa precariedad. No obstante, la aceptación
silenciosa sólo alimenta el resentimiento, que en algún momento explota; y es ingenuo
hasta el absurdo pensar que esta explosión será siempre controlable, y que no haya que
lamentarla un día.
Una extraña paradoja de este solapado racismo, es el de
la poesía negrista del mulato de las letras, Nicolás Guillén; que aupado por el
entusiasmo de Lagnston Hughes compuso su actualización del Bufo cubano,
vendiéndolo como poesía negra. Hughes —intelectualista del Harlem’s Renaiscense—
no conocía ni tenía que conocer qué escondía esa musicalidad; pero Nicolás
Guillén sí, y el pueblo que lo celebra también, achacando las críticas a
supuestos complejos de los negros.
El problema es por supuesto mucho más complicado que eso,
con los mil recovecos de los sentimientos humanos; pero en cada uno de esos
recovecos asecha también la sombra del racismo sutil, resonando en estas
ambigüedades. Sin dudas, el racismo cubano no es segregacionista como el
norteamericano, pero no es menos racista en su integracionismo; y es bueno
recordar eso, para al menos mirar al otro al rostro, en ese silencio con que se
le responde a su supuesta falta de racismo.
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