Por
naturaleza, la corrupción afecta a toda institución en su convencionalidad, incluyendo
a las negras; que si llegaran a crecer a niveles de nacionalidad o estructura
política de peso, sufrirán esta misma distorsión. Sin embargo, hay un elemento
especial, de descontextualización, al desarrollarse en los ambientes criollos
de las Américas; esto sería lo que las haga tan débiles en su marginalidad, pero
también y por ello mismo resilientes, en esa debilidad.
Eso
ocurriría como contradicción, en que pueden asimilar los elementos marginales
de la estructura en que se dan; e integrándola en ello, pues esta integración sólo
se dará en relación con la debilidad relativa de su periferia. En el caso
específico y modélico de las sociedades negras cubanas, el problema está en el
negro curro; como un tipo especial de negro, mayormente urbano, proveniente de la
marginalidad europea; de la que incorpora el comportamiento social, hiper
sexualizado y violento, propio de esa marginalidad. Esta imagen se extenderá
como prototipo o prejuicio sobre el negro, pero
contrasta con la sobriedad del campesinado; en la que, con un ascendiente más
directo al origen africano, el comportamiento social es muy distinto.
Obviamente,
las sociedades negras florecen en las ciudades, mezclando libertos y esclavos
domésticos; entre los que debe establecerse un patrón de conducta común, provisto
por el medio como ambiente. Sería así que estas sociedades se hacen susceptibles
a la criminalidad, en la protección de sus miembros; que derivan el mutualismo
a la complicidad en el delito, como un comportamiento defensivo, en esta
marginalidad. No importa entonces el trascendentalismo ético, si en la práctica
se trata siempre de supervivencia; de modo que el valor de estas sociedades no
reside en la convencionalidad, sino en la cosmología que mantiene; como el
referente hermenéutico original, del que la persona extrae sus determinaciones
ontológicas, como existenciales.
Esto es
lo que desconoce la estructura social en su elitismo, no importa si de hecho lo
incorpora en la práctica; ya que se trata en definitiva de la doblez moral,
como convención en que se garantiza el orden social. El ejemplo está en la
tensión subyacente entre los magisterios de Fernando Ortiz y Rómulo
Lachatañeré; que llega a niveles de contradicción directa —y en ello
dialéctica—, por sus respectivos objetos de interés.
En el
caso de Ortiz, el objeto es etnológico, porque proviene del estereotipo del
negro como criminal; no importa si dada su experiencia este criterio queda
modificado, porque esa perspectiva sigue siendo etnológica; con lo que
establece una distinción efectiva, con la que el negro no integra nunca la
estructura central. En el caso de Lachatañeré, el objeto es antropológico,
porque no parte de ese estereotipo sino de su misma experiencia; no
necesariamente como practicante, pero sí como negro, y con una relación
especial y de origen en ese sentido.
A la
larga, el elitismo cultural cubano, de base ilustrada y moderna, fija su canon
en la etnología de Ortiz; que es típica, como un comportamiento incluso de
clase, con su origen de pequeña burguesía blanca; que se refuerza incluso en
proyecciones positivas —pero aún etno y no antropológicas— como la de Lidia
Cabrera. De modo que el interés antropológico de Lachatañeré queda subordinado
en este patrocinio, perdiendo la eficacia; hasta disolverse finalmente en ese
magisterio convencional que va de Ortiz a Cabrera, como patrocinio del negro.
De ahí
provendría la distorsión de la cultura cubana, que se refleja en sus contradicciones
políticas; pero cuya naturaleza es antropológica, siendo este eje el que debería
corregirse, para una mejor comprensión de lo real. De ahí nuevamente la
importancia lateral de Juan Gualberto Gómez, esta vez incluso como urgencia; para
centrar la antropología cubana en la funcionalidad de Lachatañeré, aún si en
displicente reverencia a ese magisterio convencional.
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