Por Ignacio T. Granados Herrera
Una vez más, Mario Vargas Llosa hace gala de
sus prerrogativas como el último de la era de los grandes y advierte del
peligro de la palabra escrita; afirma, y obviamente con conocimiento de causa,
que la desaparición de la palabra escrita reemplazada por la imagen compromete
la libertad, la imaginación y otras instituciones como la democracia. Ya habría
un contrasentido de inicio que le debería haber hecho enarcar las cejas ante su
propia barbaridad y desvanecerse en un tartamudeo; pues es difícil concebir que
la imagen sea lo que ponga en peligro la imaginación, que bien mirado es lo que
la crea; y que justo por eso se llama imaginación, explicando que incluso los
más áridos conceptos no pasan de ser meras imágenes de sentido
convencionalmente atribuido. El problema es que como Mario Vargas llosa
pertenece a una generación que se realiza precisamente en la cultura del libro
impreso, sus temores son como los de los del fin del mundo maya; porque en
realidad lo que se estaría comprometiendo es el estilo de vida que lo sostiene
como al último patriarca, de una era de la que ya sólo quedan los recuerdos.
Mario Vargas Llosa podría recordar, por ejemplo,
que la democracia es un modelo político muy anterior al invento de Gütemberg; y
que precisamente, además, su relativa eficacia está siempre comprometida por el
elitismo innato a la cultura libresca de los modernos; incluso él mismo, que
suele hacer gala de esa arrogancia que ya parece natural a los parámetros de
excelencia intelectual modernos. De hecho, no sólo la democracia como modelo
político es muy anterior a la cultura del libro, sino que ese elitismo que la
amenaza constante proviene del autoritarismo moderno; que es tan viejo como la
democracia, pero que en la Modernidad revistió los lauros librescos del
despotismo ilustrado, poniendo los tomos a los pies de los tronos. Sin embargo,
y más allá aún de eso mismo, la asombrosa omisión de Vargas Llosa es incluso de
carácter antropológico; es decir, científica, teniendo en cuenta que se trata
de los procesos en que ocurre la reflexión, que muy modernamente Vargas Llosa
confunde con la potestad del discurso. En efecto, Vargas Llosa afirma que el
libro ayuda a los procesos reflexivos, lo que es cierto sólo en principio; un
principio constantemente distorsionado, por esa altanería con que los ilustres
nos imponen sus discursos iluminados en razón de —¡no!— su elitismo.
El principio, de naturaleza antropológica,
indica que el proceso reflexivo sufriría un desarrollo apoteósico a partir del
alfabeto; que no es lo mismo que el libro, y sólo se refiere a la capacidad de
elaborar
ideas sobre un espectro referencial ya organizado, que admite formaciones más
complejas y sutiles. Es decir, algo que ya se habría resuelto con la tradición
oral en que se hicieron las grandes epopeyas, y no con farragosos discursos
supremacistas; como esa manía de los modernos de andar enseñándole ética a la
gente, dígase que Roseau con el Emilio o Voltaire con el Cándido, en una
recurrencia que pareciera encubrir pasiones pederastas. Al fin y al cabo, su
misma literatura —que es magnífica— es rica en sentido recto y no en las
reflexiones analógicas de la parábola; que sería lo que explique esas filias y
fobias con que dicta al mundo lo que debe hacer para seguir pagando los
tributos y viáticos que le dan sentido de magister.
Vargas Llosa, como un dinosaurio, sólo estaría
viendo remecerse la tierra bajo sus pies en lo que sin dudas es un proceso de
extinción masiva; pero que no sería necesariamente el fin de la tierra o de la
raza humana, sino sólo de esa generación que cumplió su propósito y que ya es
hora de que deje los escenarios. No hay dudas de que la cultura se mueve en
favor de la imagen, lo que no tiene que ser un retorno a la barbarie; esas alarmas
más bien recuerdan las cautelas católicas ante la potestad de las gentes de
tener una cultura secular, no sometida a los arbitrios de una élite iluminada.
El retorno a la imagen bien podría significar una madurez de los procesos
cognitivos, que les permitiría prescindir de los soportes sobre los que tuvo
que desarrollarse; algo así como la iluminación del quinto sol mexica, que fue sin
dudas oprobiosa pero permitió esta expansión de la excelencia tecnológica de Occidente,
más grande que la tan ilustrada modernidad.