Persistencia bantú en Cuba, otro preludio a la MogiNganga
La violencia racial cubana estaría sumida en la política
desde la independencia misma, que ya era artificial de por sí; si de hecho no
contaba con la voluntad del pueblo que redimía, sino con los intereses de su
élite económica, que legitimaba. El primer quiebre ocurriría con el primer
conflicto de la república, dada su inconsistencia, no directa sino lateralmente
racial; capitalizando el resentimiento racial ante la desidia y el cinismo de
esa élite económica, que ya era también política.
Eso no sería gratuito, viniendo de la soberbia que
justificaba esa violencia, con sus ficciones literarias como políticas; que es
la perversión infligida con el martirologio martiano, como un cristo inútil en ese
idealismo del espíritu moderno. No será gratuito tampoco que la expresión de
los tiempos y el lugar sea el Modernismo, con su grandilocuencia simbolista; perpetuando
subrepticia la postposición del negro, que es el que aporta algún realismo, en
su pragmatismo existencial.
El negro, como hombre en que se potencia la realidad en
cuanto humana, no puede frustrarse ante la dificultad; sino apenas permanecer
en esa misma latencia, buscando la salida en que realizarse como esa realidad.
La frustración racial es aquí el ardid político con que se le manipula, para
atarlo en el símbolo al trascendentalismo; que como histórico en vez de
metafísico, no le ofrece posibilidad alguna, sino que es lo que lo mantiene en
la irrealidad.
El conflicto erupta entonces en 1906, con Quintín
Banderas, ejecutado por la soberbia de su propia ingenuidad; en la que, como el
carbonero mítico de la fe católica, se burlaba de los españoles que ejecutaba,
a nombre de sus ejecutores. El conflicto así se hace escandaloso con la masacre
de 1912, pero se le oculta insidioso, culpando a Morúa Delgado; que tapa la
bastardía de José Martí, como la herencia maldita de la nación surgida contra
la voluntad de su pueblo.
Se sabe que Morúa Delgado era masón como Martí, se
especula si —a diferencia de este— podía ser palero; sí se sabe que Gustavo E.
Urrutia era palero, con fabulas de prendas enterradas en los jardines miméticos
de Miramar; significando, para horror del catolicismo cubano, ese avance cultural,
insidioso por hermenéutico en el existencialismo. No puede ser gratuito tampoco
que la violencia política contra Batista fuera encabezada por el estudiantado
católico; cuya sistematicidad provocaría una reacción acorde en lo
sanguinolento, pero imperdonable por lo que significaba.