In naturæ: La contradicción del intelectualismo norteamericano
En un reciente intercambio a propósito de la muerte de GGM, salió a relucir
el fraude mediático en que ha resultado el último Realismo Mágico; y se dice el
último para diferenciarlo con justeza del auténtico fenómeno del estilo que se
identifica —excesivamente— con el llamado Boom de la literatura
latinoamericana; al que sólo quiere replicar como una extensión suya, pero sin
atender a esa diferencia capital de la genialidad de sus autores respectivos,
dígase que de Jorge Amado y el mismo García Márquez a… Isabel Allende y… Laura
Esquivel. De hecho este tipo de derivación espuria no es un fenómeno único, ahí
está el falso trascendentalismo filosófico de… Paulo Coelho; que hasta le ha
valido un asiento en la Academia de la Lengua en Brasil, aunque sólo fuera por
su popularidad; así como el sublime colorista —también brasilero— conocido como
Brito, cuyo éxito casi sin precedentes proviene justo del mercado
norteamericano, respaldado por su academia.
Para entender tan rara derivación, que es del espíritu crítico antes que del
producto, habría que remontarse a los orígenes de ambos intelectualismos; es
decir, a la diferencia capital del intelectualismo europeo y el norteamericano,
que responden distinta y respectivamente a una tradición secular y dogmática.
El dogmatismo de la tradición intelectualista norteamericana se debería
precisamente a su origen eclesiástico, por más que su clericalismo no es
dogmático; esto es, al originarse en academias que en principio rechazan el
elitismo intelectual europeo, pero no pueden evitar la generación de sus
propias élites. Por el contrario, el intelectualismo europeo responde a una
tradición secular, definida por la tutela del mismo emperador [Carlo Magno] en
su esfuerzo por desprenderse de la tutela religiosa; aún si no deja de
relacionarse con esta fuente incluso dogmática como autoridad, en una tensión
crítica que contribuye a definirla en su secularismo por el contraste. Habrá
que recordar que uno de los momentos más álgidos del desarrollo de la cultura
occidental fue precisamente la imposición de la Modernidad en Europa; que
culminaría precisamente con la publicación del Índice eclesiástico, además de
la condena del Modernismo en el estudio de las Humanidades.
La fundación de la cultura norteamericana es en cambio de carácter
netamente popular, incluso populista en sus propósitos; y la misma creación de
las universidades sería producto de la expansión de sus colegios comunitarios,
que respondían a administraciones religiosas. El secularismo, como peculiaridad
de la religiosidad norteamericana, no alcanzaría al surgimiento de sus élites
intelectuales; pues marcadas por el carácter revivalista de estas comunidades
religiosas, su enseñanza es sobre todo dogmática y simplista, en el mismo
modelo del Metodismo religioso [Wesley] que caracteriza a la nación. De ahí que
el intelectualismo norteamericano sea paradójicamente anti intelectualista, en
un oxímoron que se revierte sobre su misma producción cultural; con un sentido
práctico [metodista] antes que abstracto, que por tanto se conforma con la
aplicación inmediata de sus teorías, y —por supuesto— la inmediatez y
visibilidad del éxito. No es entonces de extrañar ese apego de la academia
norteamericana por figuras mediocres, que responde a una desconfianza intrínseca
ante la inefabilidad del genio; su raigambre metodista sólo se mueve
confortablemente ante fenómenos fácilmente comprensibles, y del carácter y
alcance más popular que sea posible, simplista… metódico.
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