Inguanzo, o del NeoModernismo
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Que el arte —y la
literatura en él— esté en decadencia o no es discutible, no lo es la saturación
de su mercado; razón por la que no importa el talento individual, ya nada
asombra o comunica algo especial, puesto que se ha perdido la excepcionalidad.
Eso es una pena, pues gracias a esa normalización, la reflexividad ha devenido
inocua en el arte, que desfallece en fruslerías y banalidades; después de todo,
sólo esa capacidad le habría comunicado la calidad estática de la profecía en
que se sustentaba como un fenómeno seudo religioso. Doble pena esa saturación
del mercado literario, que repercute en banalización de la reflexividad
estética; porque es por esa declinación que pocos podrán gozar de la retorcida
sutileza del Modernismo en Rosie Inguanzo.
Es obvio que se
trata de un neo modernismo y no de modernismo, siquiera por el tiempo y la
circunstancias que lo determinan; eso es lo que la hace interesante, aunque
sólo para los muy especializados que van a la poesía por algo más que el
talento personal de alguien. A Inguanzo le está negado el Modernismo, del mismo
modo que a un contemporáneo le está negada la antigüedad; porque no es su
circunstancia, aunque eso no le impida usarlo como su propio referente formal,
para conseguir con ello las más inusitadas formas.
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Eso es lo que no
es banal en modo alguno aunque sí un poco retorcido, como la estética jodida
que ella misma reclama; distanciándose de aquella sublimidad artificial que nos
diera florituras como las de Juana Borrero, Mercedes Matamoros o Nieves Xenes. No hay que llamarse
a engaño, toda la literatura femenina es revolucionaria porque ocurre a contra
pelo de la heteronormatividad occidental; incluso o más aún en el caso de las
modernistas, que sentaron las bases para la violenta floración de las
postmodernas, que ya son otra historia. Pero también es cierto que se trata de
un acercamiento negociado, como de quien no quiere la cosa; son las
postmodernas las que ya se distancian con un objeto propio del de esa heteronormatividad,
y es a estas a las que es más cercana la poesía de Rosie Inguanzo.
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Sin embargo, el juego literario de Inguanzo es retorcido,
porque su objeto poético no es ni siquiera postmoderno; sino que
inevitablemente contemporánea, su poesía es sobre todo existencial y coloquialista.
Eso, no obstante, lo hace desde una catarsis implosiva como la de las
postmodernas, que se conocieron a sí mismas; y para esto, más retorcida aún,
usa los objetos de la fruslería modernista, proponiéndose entonces desde un
juego de espejos.
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Todo eso sería más fácil de comprender —y menos dramático—
si no padeciera el prejuicio tópico con que los críticos vigilan el arte
desde su erudición; como el de ese terror a la primera persona del singular,
que entonces se camufla en la segunda y hasta en la tercera y en el plural;
porque no hay nada más cómico que esa exigencia de la ley de que se la viole
constantemente, para escondido éxtasis del sacerdote condenante. Los críticos,
perdiéndose esta retorcida singularidad estética, se recrearán en lo que dice
Inguanzo; que no es más interesante que lo que no dice, porque al final se
trata sólo de una experiencia, incluso si existencial; y es en la forma en que
lo dice que depara las sorpresas, con esos giros limpios y sus imágenes
cerradas, que es como se hace la literatura.
Quizás le convenga a esta mujer —que niega estar en algún
estado de madurez literaria— creerse la princesa de su cuento, como en
definitiva lo es; porque son esas sus escaras y son esos sus miedos, y es a
ella a quien mira el mundo con su cara de emperador chino asustador. Después de
todo, no es un mero lugar común que un hombre sea todos los hombres, sino que
lo afirma el indeterminismo cuántico; esa es la razón de que toda reflexión
interior sea del exterior, con esos modos de la magia simpática del
catolicismo, cuya apoteosis fue el Barroco y no la ingenuidad primitiva de los
primeros cristianos. Entre los logros geniales de este poemario estaría la singularidad
de que su neomodernismo no sea cubano, aunque contenga referencias en su propia
base modernista; pero consigue en ese juego de espejos contrapuestos de la
carga existencial, esa otra connotación de la universalidad del hombre; que no
sólo es el hombre sino el mismo en la debilidad de su dasein, como una insólita caída de ojos de Dios.
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