Lady J
Como
drama de época, que envuelve poder y engaños en la corte francesa, Lady J está condenada a la comparación
con Dangerous Liasions; pero en
realidad, fuera del tema común no hay nada más lejos de una que la otra. La
diferencia puede ser siquiera el tiempo entre ellas, que marca la diferencia en
los modos de hacer cine; con una película que basa su poder en una dramaturgia
densa y complicada, y se resuelve en un elenco de primera; mientras la otra no
pasa de una dramaturgia tan simple que parece a propósito para avergonzar a la
honorable tradición francesa. No es que Lady J esté mal, sino que no alcanza
para eso, más allá del bucolismo precioso de su fotografía; que contrarresta la
debilidad del filme con una maestría digna de mejor empeño, y nada más.
Peor
que eso, más que nada más, la película parece ir en su propia contra, con un
elenco desigual; que va de lo anodino en la estelaridad innegable de Cécile de
France, a los torpes movimientos de teatro escolar de Laure Calamy. Entre ambas
hay todo el espectro de actuaciones, que va de lo regular a lo pésimo; con la
sola excepción de la serena Alice Isaaz, de cuyos clichés hay que acusar al simplismo
del director. La historia narra la venganza de Madame de la Pommeraye (Cécile
de France) contra el Marqués de Arcis (Edouard Baer); que aprovechándose de su franqueza
y amistoso liberalismo, la seduce para luego abandonarla en pos de otras
aventuras. Para su venganza, la de Pommeraye usa a una aristócrata caída en
desgracia y a su hija, a las que rescata de un burdel; tejiendo una red de ensueño
y romanticismo alrededor del incontrolable marqués, que por supuesto caerá en
su juego.
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El
problema con esta trama es el simplismo casi ofensivo, que gasta los recursos
del cine en una simple fábula moral; con un encuadre final más o menos ambiguo,
en el que la despechada no está segura de haberse salido con la suya, mientras
el marqués termina felizmente casado. En el entretanto, en alguna escena la
despechada muestra la dureza de su determinación ante una mujer asombrada de su
irracionalidad; pero no es suficiente para sacar al drama del pozo de su propia
ingenuidad, que parece fatal. Por ningún lado asoma la humanidad de los
personajes, mejor resuelta en la tradición de literatura juvenil como la de Víctor
Hugo; que con El conde de Montecristo
dejó sentenciada la pobreza de cualquier ánimo de venganza, con mucho menos
recursos. Más desgraciadamente aún para este filme, no puede evitar la
referencia a ese icono que es Dangerous Liasions;
un drama de cuya retorcedura cuelgan las más complejas personalidades, como
para mostrar por qué se habla hoy de decadencia en el arte.
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