El dilema social es un docudrama que está llamando la atención, por su
acercamiento peculiar al problema de las redes sociales; lo que a estas alturas
va siendo una especie de perogrullada, sólo que esta vez con el testimonio
autorizado de los autores del desastre. El material tiene a su favor el
desenfado, que esquivando la subjetividad de las teorías conspirativas confirma
los peligros del exceso tecnológico; aunque se queda corto en ese mismo
sentido, porque por algo la realidad no necesita de conspiraciones en su propio
desenvolvimiento.
El material termina con una perplejidad, por la paradoja de las soluciones
posibles a este problema; que parecen estar en manos de los responsables, que
sin embargo carecerían de la capacidad para resolverlo. Es ahí donde El dilema
social se trasciende a sí mismo dejando claro que el dilema no es exactamente
social; sino que se adentra en la estructuralidad misma de la cultura y sus
determinaciones, reflejando algo más profundo.
Por supuesto, el interés de este material no es antropológico sino
sociológico, y por eso se limita a esa connotación; pero eso mismo deja en
claro que los problemas son siempre de la evolución de la cultura, como de sus
contradicciones naturales. El siglo XX fue el de las discusiones sobre la realidad
o no de la postmodernidad, el XXI es el de su confirmación estupefacta; es
natural, no hay orden que haya durado más de medio milenio en la historia del
mundo, y la modernidad ya cumplió ese límite.
No que los límites sean exactos y definidos, pero sí establecidos como
regularidades en la determinación de la cultura; que es la realidad en cuanto
humana, distinta de en cuanto tal, y por tanto propia de la evolución de lo humano.
Lo que el dilema social ha reflejado es el cambio radical de las relaciones
económicas, como determinación de esa realidad que es la cultura; dada en la
organización política de la sociedad, muy distante en este siglo XXI de la que
impuso a la exultante modernidad.
De hecho, la naturaleza tecnológica de esta revolución es sólo casual,
porque la misma se determina en esos cambios; ya ocurridos con la alteración
radical de las relaciones económicas primarias, con la apoteosis neoliberal del
capitalismo. Es de ahí de donde proviene la gran crisis, que equipara los conglomerados
tecnológicos a los grandes señores feudales del medioevo; que se enfrentaron al
centralismo de las monarquías, como las corporaciones de hoy presionando
inmisericordes a los gobiernos.
Antes aún, fue esto mismo lo que acabó con el imperio romano, después de la
degeneración de su república; así como fue el resentimiento de los aristócratas,
tras la disolución del imperio angevino, lo que alimentó la furia populista de
los jacobinos. Antes que todo eso, fue la expansión del capitalismo fenicio,
fuera de las fronteras de sus propias regulaciones, lo que determinara al
nacimiento de la antigua república secular griega; por lo que no es extraña
esta nueva ola, que se expresa como un dilema social, pero como el trueno sólo
avisa de la tormenta sin ser la tormenta.
Lo importante de El dilema social es que pone las contradicciones en claro,
aunque eso no signifique mucho; está claro que la raía del problema es
económica, y ya se sabe que el ser humano es incontenible en ese sentido. No es
que esté mal, nada que sea natural es malo ni bueno, y las cuestiones del poder
son naturales; no comprender esto es lo que nos ha llevado al fracaso
constante, con idealismos que sólo producen más contradicciones.
El problema del poder es natural, porque se refiere a la potencia como
capacidad del ser para realizarse; y visto que la cultura es una realidad de
valor estrictamente humano, ese problema es entonces político. Ese es el mismo
sentido de la tensión económica, como distribución de ese poder o potencia en
la estructura social; y es lo que hace a los hombres tan vulnerables, por la
disociación entre la sensación de poder y el poder efectivo.
Esa misma disociación fue la que introdujo los problemas morales del sexo,
al separar la actividad de su sentido natural; permitiendo su agotamiento en el
disfrute del mismo, como un potestad del individuo sobre su propia
trascendencia biológica. Ahora se trata de esa misma potestad, pero para
contentarse con el mero disfrute de una sensación de poder; que brindan
indiscriminadamente las corporaciones tecnológicas, a cambio del otro poder de
nuestro sufragio político; como lo han demostrado las redes sociales en su
arbitrio de la opinión pública, secundados por el poder ideológico de la
prensa.
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