En un rincón del alma, o la catarsis interminable de la casa Diego
Jorge Dalton, el más cubano de los salvadoreños, acaba de
estrenar en Miami un documental dedicado a Eliseo Alberto (Lichi) Diego; en realidad no
está dedicado al heredero de la casa Diego, sino que recoge lo que serían sus
últimas palabras. Podría pensarse que se trata de un testamento, pero tampoco
es eso; es sólo otra de esas veces que los cubanos gastan, por el irrefrenable
gusto de escucharse a sí mismos. El mérito indiscutible del documental es el
poder cinematográfico de Dalton, que pone su riquísima imaginería en función
del vate; y lo hace en un despliegue de perfección, que lo remite a la densidad
de Santiago Álvarez, en la eficacia de sus imágenes y recursos.
En el documental Diego afirma que el grupo Orígenes no
poseía unidad estética, sino sólo afectiva; eso, que es pertinente aunque
obvio, será lo único interesante que nos dirá. A todo lo largo del material,
Diego se explayará en despropósitos pintorescos que le hacen lucir informado;
pero con lo que en realidad explica la ruina total de una cultura que pudo
preciarse de su metropolitanismo, estancado en el ego de su patriciado. En uno
de esos despropósitos, afirmará que la revolución cubana carecía de referente
moral propio; y explica en ello su violencia e intolerancia, pero esquivando en
realidad su raíz profundamente cultural, tan puritana en el fondo como
falsamente liberal en su superficie.
Esa doblez esquizoide ayudaría a entender las mil
contradicciones de esa cultura, otrora tan poderosa como soberbia siempre; pero
en vez de eso, los cubanos evitan el espejo, y prefieren exhibir una falsa
erudición que los lastra. No es casual, también explica las otras reducciones —at absurdum—, típicas de hombre blanco
sin mucho contacto con la realidad; como el cliché ligero con que explica el
mestizaje del país, entre los laboriosos y sobrios españoles y los negros
fiesteros y poetas. Esta reducción es doblemente mendaz y dolorosa, porque no
hace sino recrear la torcida manipulación con que la política revolucionaria
dividió al país; en ese alarde de falso negrismo, que sólo limita a los negros
al poder de la fiesta y la tumbadora.
El hilo de tan defectuosas referencias antropológicas se
trasluce en las relaciones, que ilustran al documental con
fotografías; pero de todo eso, lo importante es la tremenda grosería de esa
felicidad tan blanca, que todavía secuestra la cultura nacional y no le permite
la enmienda. Como testigo excepcional y por derecho, Diego pudo dejarnos ver
cómo fue que se fracturó la historia y con ella la cultura; no brindando una
versión de los hechos, tan pobre como el resto de los once millones de
versiones de los hechos; sino con el relato calmo de esa estructura familiar
suya, que era un desiderátum de la del resto del país.
Con esa sensibilidad, Úrsula Iguarán dió rebencazos al
coronel Buendía y detuvo la masacre en Macondo; también el Modernismo alcanzó
la eficacia reflexiva, con la poesía femenina latinoamericana, que rehuyó el
vacío retórico de su patriarcado. La amistad de Jorge Daltón habría brindado esa posibilidad, y Eliseo Alberto pudo así reivindicar a su clase, iluminando la compleja estructura que la sostuvo; pero para eso tenía
que haber sido generoso, y sobreponerse a esa catarsis
interminable, que es el arma secreta con que vence el enemigo.
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