Orfeo negro no es sólo una introducción de Jean Paul Sartre a la antología
de poesía negra y malgache de Sedar Senghor; también es, en ello mismo, el muestrario
ejemplar de los yerros de Occidente en su comprensión del negro; y también en
ello mismo, cómo sigue Occidente determinando esta percepción del negro sobre
sí, subordinándolo a su propio sentido. Se trata por tanto de una perpetuación
ideológica de los mismos principios que sustentan al racismo occidental,
incluso en su eurocentrismo; una contradicción que se hace apoteósica, cuando
el mismo Sartre explica cómo esto hace de la poesía en lengua francesa la única
verdaderamente revolucionaria.
Contradictoriamente —sobre esa contradicción— no está equivocado en
principio, pero desconoce la raíz del problema; y el error nace con la misma pretensión
de que Sartre prologue esta antología, en busca de su legitimación. Es en esta
búsqueda que el negro vuelve a someterse a Occidente, y hace de todo el
fenómeno de la negritud una mascarada; agitando pancartas de la libertad, pero
como se exhibían las mandíbulas de los negros en los mercados, esta vez
intelectuales en vez de comerciales.
Respecto a ese carácter revolucionario de la poesía en lengua francesa, es
excesivo pero apunta a su origen; que siendo cultural es de todo el desarrollo
ideológico de Occidente, florecido en el inmanentismo moderno; que nacido en la
crítica cartesiana al trascendentalismo antiguo, vuelve a contraerse en ese
sentido que adquiere a partir del humanismo. De ese modo, la cultura moderna es
tan trascendentalista como la antigua, luego del impase del inmano trascendentalismo
cristiano; pero aunque ahora —y ahí está la vuelta del desarrollo dialéctico—
como trascendentalismo histórico, que no es menos determinista y absoluto.
De todas formas, significa un acercamiento —como contracción— a la
conciliación de las contradicciones hermenéuticas primeras; con una comprensión
paulatina del valor inmano trascendente de la realidad en cuanto humana, como
un desarrollo comenzado por el idealismo trascendental kantiano. Esta es en
ello la contradicción primera, que explica la incomprensión moderna de los
problemas del individuo; sujetándolo a las necesidades políticas de la
sociedad, no menos supuestas —en tanto morales— que las religiosas.
Asombrosamente, Orfeo negro actualiza el proceso de capitalización, que ya va
de comercial a intelectual; como mismo antes fue de militar a comercial, sin
que eso cambiara el autoritarismo de la estructura básica de la sociedad. Eso
lo demostraron los regímenes socialistas, y desde su nombre el prólogo sujeta
la interpretación de esa poesía a la tradición estética occidental; que es como
opera esta actualización, en tanto hermenéutica, de las determinaciones
ontológicas del Ser.
El mismo mito del que parte la figura es un mito fundacional de esa
hermenéutica, en su estado más primario; que contrario al de la tradición
semítica —como grecolatino— explica la humanidad en su trascendencia, pero en
la fatalidad del humanismo. En el mito semita, la tradición judía corrige el
original, y consigue la transición a la cultura como realidad; al sujetar a la
naturaleza de lo femenino (Eva), excluyendo su sentido de la libertad (Lilit) a
sus necesidades políticas.
El mito grecolatino no es político sino existencial, porque su
institucionalidad religiosa carecía de ese poder; es a este sentido al que
aspira la poética negra, incluso como interpretación de la experiencia
existencial de la negritud. Como defecto, tiende al mismo fatalismo de la
dialéctica hegeliana, que no por gusto se funda en Platón; de ahí el
determinismo absoluto, que la compromete con el valor políticamente
institucional de la revolución moderna. No obstante, es una explicación —en los
mismos términos de Occidente— de los problemas antropológicos de la cultura; en
la que el negro ofrece esta posibilidad de redención, incluso en esos términos
que le ofrece su concepción peculiar de la humanidad.
El problema con Sartre es que niega este reordenamiento ontológico, subordinándolo
al determinismo político; con el mismo sentido de trascendencia absoluta tradicional,
aunque ahora aplicado a la historia como realidad. De ahí que Sartre reproduzca
los mismos principios del racismo occidental, apropiándose del problema racial;
que subordinado a las supuestas necesidades políticas de la sociedad moderna, vuelve
a ser la fuerza como su capital; esta vez en ese sentido ideológico, elaborado
por las élites intelectuales, en función —originalmente propia de la
subestructura religiosa— de justificar una realidad como trascendente, por su
valor revolucionario.
La negritud, en cambio habría tenido un valor propio, incluso en ese mismo
sentido de contradicción hermenéutica; sólo que también habría fracasado, en
esta subordinación de su poética a la pretensión política del intelectualismo
moderno. Por eso, como Orfeo, fracasa en su destino de realización, y deviene
en una evolución truncada, incapaz de superar sus dificultades; el placer de
Eurídice, como su propia realidad, se esfuma por esa prisa con que aspira a la
legitimación convencional, con la mediación de Sartre.
Las ménades, serán la compulsión potestativa de la misma individualidad, en
busca de realización; y se vuelven contra él, irritadas por esa incapacidad de
vivir la frustración, que incluso fuera él mismo quien buscó. Orfeo negro
descendió a la iridiscencia de Proserpina, que brillaba en la inteligencia de
Sartre como reina; pero su propia naturaleza le hizo exceder las rigidez del
mandato divino, y muere en esta contradicción, a mano de sí mismo como esas
ménades.