Poiesis I, la teatralidad del rito como mediación trascendente
El problema es que el valor trascendental es propio de la función, no de los objetos en que esta se desarrolla; pero que en verdad carecen de consistencia propia, derivándola de esa función, que no los necesita. La comprensión del mundo es experiencial, por el sentido práctico en que se relaciona el hombre con lo real; y esa es siempre trascendental, relacionando la inmanencia de las cosas en su trascendencia, como su condición propia.
De ahí el carácter formal de esta comprensión, en tanto reflexiva, pero como experiencia, y en ello simpática; resolviéndose en la teatralidad de toda representación en su histrionismo, como liturgia, en el rito. Es en esta experiencia que reside la experiencia religiosa, con sus derivaciones místicas o racionales; porque la formalidad de la liturgia no explica lo divino en su trascendencia, sino que lo actualiza como inmanente. Es en esta escenificación que se produce la única comprensión posible de eso trascendente, en esta inmanencia; que es formal, tomando su sentido de lo humano, en esa representación, como experiencia simpática.
Por eso el oficiante no habla de lo divino, sino que la encarna, y su teatralidad no es un accidente del culto; es su principio operativo, produciendo esa experiencia que canaliza lo inmanente, como trascendental. Así, la impersonación de Shangó, la transubstanciación y la danza del chamán, son variantes del mismo principio; que es la liturgia como forma efectiva del sentido de lo trascendente, en su comprensión por lo inmanente.
En el gesto del oficiante, en la vibración del tambor o en la consagración del pan, la trascendencia desciende; y la inmanencia se reconoce —por un instante— en ella, cobrando el impulso que la alza a ese arquetipo. Lo que ocurre no es una representación de lo divino, sino una repetición ontológica del mundo, en su posibilidad; y por eso, más que un lenguaje, la liturgia es una resonancia que convoca al acto, produciendo su actualidad.
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