Tratado contra la singularidad
Es cosa ya sabida que la cultura en tanto naturaleza artificial de lo humano
se desarrolló con un objetivo corporativista hasta la cúspide del Medievo;
cuando la hiperorganización de los cuerpos políticos atentó contra la fluidez
económica, sometiendo las leyes comerciales al poder político. A ese sinsentido
deberíamos el atomismo moderno, que de comenzar con violencia individualista ha
llegado a la virulencia postmoderna; en que lo corporativo es insistir en la
singularidad, hasta el punto de la locura más completa, pues no se trata ni de
la rueda sin fin sino del mismo oximoronismo.
No obstante, el problema parece estar en esa alteridad que como un
autócrata nos conmina a reconocernos o uno o lo otro; cuando lo cierto es que
si se puede ser o lo uno o lo otro es porque tanto eso uno como eso lo otro
conviven perfectamente en la naturaleza que atormentan. No hay que atormentarse
tanto, que no es tanta la complejidad sino su pronunciamiento; pues esto quiere
decir que esa coexistencia ha de ser en potencia y no en acto, como es el acto
el que tiende a realizarse en un sentido u otro. Pero aún así, esa coexistencia
en principio apela al sentido común de que el Ser ha de desarrollarse conforme
a estos principios; por lo que el equilibrio estaría en la pausa con que el
andante no pretende ser ni lo uno ni lo otro, si acaso todo lo contrario.
Véase que en definitiva, el mismo planteamiento es excesivo e impide toda
respuesta correcta; puesto que la corrección estaría en la negación [imposible]
de la naturaleza, al tratar inútilmente de constreñirla a una de estas
reducciones formales. Bien mirado pues, carece de sentido toda búsqueda de
singularidad, pues esta estaría ya dada en la inevitable individualidad de los
entes; mientras que es la artificiosa corporatividad la que es demasiado
trabajosa, puesto que consiste en el cosido que enhebra todas esas
individualidades. Visto así entonces, el esfuerzo es valedero entonces si se
dirige al corporativismo y a la realización del individuo en la multitud de
convenciones que lo acosan; no en lo inverso, que haría del tejido final una
ficción más huidiza que la que plantea como resolución final del cuerpo total
del universo… en ese cántico de alabanza final con que el universo se regodea
con la belleza del rostro de Dios.
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