La política y la prosperidad son dos cosas tan distintas que no deben ni
contradecirse, al menos en principio; sólo que los principios son abstractos,
no reales, y es sólo por eso desconocen la contradicción alevosa. En realidad,
el ser humano no es equilibrado sino compulsivo, y su racionalidad sólo
justifica (explica sus compulsiones; no las determina, que sería el único modo
en que los principios podrían cumplirse rigurosa y naturalmente.
Una conseja bíblica dice que nadie puede servir a dos amos, pues
traicionará a uno en favor del otro; explicando que no se debe a un problema moral
de lealtad, sino de capacidad e intereses, siempre personales. Es decir, el ser
humano actúa en función de sus intereses, que satisface en orden de prioridad; pero
en una tensión en que siempre se impone la más inmediata sobre la menos
inmediata, la más práctica sobre la menos práctica. Eso no es gratuito, sino
que es el modo en que se resuelve la existencia de modo natural; como una
determinación que trasciende lo humano, y que tampoco por gusto ha quedado
codificada en todos los sistemas morales.
Por supuesto, la pretensión de que esto se puede obviar proviene de la
misma soberbia del espiritualismo; que arribara a la modernidad identificando a
la Razón con el Espíritu que los separaría de lo animal, como racionalismo. Pero
eso explica la sistemática corrupción de los políticos, no más separan en su
especialización funcional; desarrollando intereses propios, que bien pronto los
distingue del resto de los mortales por los que dice luchar.
De ahí la extraña paradoja de que sólo los burgueses se dedican a la lucha
por los pobres, no los pobres mismos; y ni siquiera los burgueses de primera
generación, que tuvieron que esforzarse a la acumulación de capital; sino los
de la segunda generación, que desconociendo ese esfuerzo y sin necesidades
reales deben crearlas, para cubrir su vacío existencial. Los pobres tienen demasiados
problemas inmediatos para ir tras abstracciones, y esa es la razón de que deban
ser convencidos de estas; y luego aún deben ser vigilados, para que no abusen
de un sistema que se torció como principio para su supuesta protección.
No es que toda esa distorsión se pueda evitar, pero sí sirve para
comprender la naturaleza del problema; que es como único se puede arreglar,
evitando a esa segunda generación burguesa el vicio de sus abstracciones.
También, para reconocer al futuro demagogo en el carismático líder que prospera
mientras lucha por los otros; y que no se da cuenta de cómo repite los vicios
que critica, hasta invocando el mismo principio de la superioridad moral.
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