Ballesteros, el mito de Narciso o el hombre simplemente sensible
Dice el refrán que locos y niños son los únicos
que dicen la verdad, produciendo el lugar más común del moralismo; por eso deja
a los borrachos fuera, cuando debería incluirlos, porque a lo que alude es a la
inocencia como valor. A esta sutileza se debería también el perdido esplendor
de la poesía, diluido en la pretensión de trascendencia; que es falsa, porque
no alude a ningún valor o consistencia real, sino a la mera aspiración del moralista
hipócrita.
Ese no es el caso de Narciso Ballesteros, que
probablemente sea el mejor poeta contemporáneo cubano; bien que no por la
inteligencia de separar sus mejores frutos de la hojarasca, pero sí por la
plenitud de esos mejores frutos. Precisamente, esa incapacidad es la que habla
de su autenticidad, la honestidad de su expresión, sin alambicamientos
intelectuales; porque Ballesteros ha creído de verdad lo que se dice del amor y
los sentimientos, y lo que dice lo basa en esa fe, que le da imágenes
esplendorosas.
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De ese alud de paradojas es que puede
comprenderse la fina inteligencia de Dios, manifiesta en Narciso Ballesteros; como
la anécdota de las palabras que hicieron célebre al centurión bíblico, pero no por
literarias sino por sentidas. Eso es precisamente lo que falta a la poesía
contemporánea, pero sobra a la de Narciso haciéndolo más eficiente; como un
callado bofetón de la mano del ángel de Dios, que guía sus dedos entre los
apagones de su desvencijada ciudad, creando perlas.
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Este debe ser el misterio tras el mito de Narciso,
perdido —como toda poesía— en las elucubraciones intelectuales; que no
comenzaron con la Ilustración del siglo XVII, sino en la misma Grecia que creyó
conocer a sus dioses. Narciso, arrobado por su propia belleza, se adentra en sí
mismo y desaparece para el mundo; dicen que muere, pero un buen místico sabe
que ha renacido y se pasea por los Elíseos, como este poeta que el mundo
desconoce.
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