Íngrid Gonzalez sobre Georgina Herrera
A Georgina la conocí joven, dentro de
un grupo muy activo y dinámico de la UNEAC; iba junto a un pintor[1],
que la amaba con toda su admiración. Ella siempre fue una gran poetisa, tenía
ya sus dos hijos de Manolo Granados, que también fue mi amigo. Cuando necesité
de ella, me brindó toda su ayuda; pero eso sí, siempre peleando. Luego pasamos
por el momento horrible de tener que afrontar la pesadilla, cuando su hija
hembra falleció; y su rostro, cuando volví a verla, se volvió distinto; aunque
por dentro su propia poesía se apropió de ella para siempre. Su hijo tuvo que
marcharse lejos, su pintor desapareció, y la soledad junto con la poesía le
hicieron un trono por encima de nuestro llanto, para que Dios y la virgen de Regla
se la pudieran llevar.
La última vez que vi a Georgina, fue
en una parada de guagua; al lado de ella me senté, y me di cuenta que las dos
estábamos agotadas. Algo hablamos de que no vivíamos tan lejos, de visitarnos,
y de yo mostrarle mis perdidos poemas; ella se montó en una guagua y yo seguí
sin rumbo, hacia cualquier parte, como siempre. Ella siempre supo hacia donde
ir y todo lo que aún le quedaba por hacer.
[1] . Se trata del escultor José Antonio Díaz
Peláez.
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