De la serie Georgina Herrera I
En cualquier cosa, la diferencia se refiere a la
precariedad política del negro, incidiendo en sus prioridades; más grave en el
caso femenino, sin siquiera casos como el de Phillis Wheatley, que tuvo el
patrocinio de sus amos. En Cuba en cambio, la libertad social no posibilitaba
ese tipo de patrocinio, que aliviaba la rudeza del medio; que si bien menos
rudo, superaba aún las fuerzas del individuo aspirando a tamaña especialidad
como la de la poesía. Con los hombres distinto, pues su proyección —y conexiones—
es siempre política, permitiendo otros desarrollos; contrario al caso de las
mujeres, que deben saltar desde lo doméstico, cuando esta —y no la poesía— era
la prioridad, como necesidad primaria.
Esa es la extraña circunstancia de Georgina Herrera, que
debuta literariamente con la nueva institucionalidad; curiosamente, en el bando
perdedor (Ediciones el Puente) no en el triunfante, que persiste en su elitismo
racial. De hecho, su mayor edad respecto a sus contemporáneas, la expone como
aquella pionera que no se concretó; agrupada en una extemporaneidad que no le
permitió establecer referencias grupales, sino sólo su propia suficiencia.
Reconocida en todo su esplendor, su poesía es sin embargo
arrastrada por el peso de una crítica mediocre; que acudiendo al lugar común,
todavía trata de armar un discurso político donde sólo hay personalidad;
también sobreexplotar ese otro lugar común de la maternidad, más complejo y
dramático que idílico en ella. Herrera es en todo caso una figura enigmática y
compleja en todos los sentidos, desde ese existencialismo temático al
estrictamente literario; porque su poesía no deriva del simbolismo con que
culminó la modernidad, en su racionalización crítica del romanticismo; sino que
madura directamente de este, gracias probablemente a su formación, singular y
suficiente por auto didacta.
Georgina Herrera navegó el férreo sistema con su aparente
modestia, que camuflaba en el silencio su altivez; y eso garantizó más aún ese
existencialismo suyo, con su persistencia en el bajo perfil político, que la
preservaba. Al final, nada hay más político que ese escandaloso silencio suyo,
como el cuño de su elegancia africana; algo que el país se empeña en desdeñar,
como si no fuera la aguja que da consistencia al mundo, sólo que ya ella fue y
será.
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