Tuesday, April 16, 2024

De la serie Georgina Herrera I

Sobre la poesía femenina en Cuba, Catherine Davies señala que hasta el triunfo revolucionario no había escritoras negras; lo que puede se excesivo, refiriéndose más bien a su visibilidad que a una inexistencia sin dudas improbable. En todo caso, aún así el contraste es fuerte respecto al muestrario de escritores negros, que recorren todo el espectro literario; curiosamente con más resonancia en medios conservadores —como el Diario de la Marina— al punto de devenir en nicho.

En cualquier cosa, la diferencia se refiere a la precariedad política del negro, incidiendo en sus prioridades; más grave en el caso femenino, sin siquiera casos como el de Phillis Wheatley, que tuvo el patrocinio de sus amos. En Cuba en cambio, la libertad social no posibilitaba ese tipo de patrocinio, que aliviaba la rudeza del medio; que si bien menos rudo, superaba aún las fuerzas del individuo aspirando a tamaña especialidad como la de la poesía. Con los hombres distinto, pues su proyección —y conexiones— es siempre política, permitiendo otros desarrollos; contrario al caso de las mujeres, que deben saltar desde lo doméstico, cuando esta —y no la poesía— era la prioridad, como necesidad primaria.

Sin embargo, la historia no es un fenómeno inmóvil, universal y abstracto, a mirar con parámetros absolutos; por el contrario, como realidad, ocurre en los fenómenos concretos en que se realiza, puntual en su excepcionalidad. Era entonces cuestión de tiempo, para que alguna pionera pusiera su pica de negritud en el Flandes de la literatura cubana; un desarrollo traumatizado por el triunfo de la revolución, con lo que eso significaba institucional y ontológicamente.

Esa es la extraña circunstancia de Georgina Herrera, que debuta literariamente con la nueva institucionalidad; curiosamente, en el bando perdedor (Ediciones el Puente) no en el triunfante, que persiste en su elitismo racial. De hecho, su mayor edad respecto a sus contemporáneas, la expone como aquella pionera que no se concretó; agrupada en una extemporaneidad que no le permitió establecer referencias grupales, sino sólo su propia suficiencia.

En otra circunstancia, Georgina Herrera hubiera renovado el espectro nacional con su existencialismo sentimental; en su circunstancia real, fue neutralizada por su bajo perfil político, que persistía en ese existencialismo. Quizás eso posibilitó su sensibilidad especial para la apertura africana, dudosa fuera de las manipulaciones políticas del país; y que sin embargo le permiten reconectar con una trascendencia, en que la identidad sobrepasa los problemas de la infancia.

Reconocida en todo su esplendor, su poesía es sin embargo arrastrada por el peso de una crítica mediocre; que acudiendo al lugar común, todavía trata de armar un discurso político donde sólo hay personalidad; también sobreexplotar ese otro lugar común de la maternidad, más complejo y dramático que idílico en ella. Herrera es en todo caso una figura enigmática y compleja en todos los sentidos, desde ese existencialismo temático al estrictamente literario; porque su poesía no deriva del simbolismo con que culminó la modernidad, en su racionalización crítica del romanticismo; sino que madura directamente de este, gracias probablemente a su formación, singular y suficiente por auto didacta.

Georgina Herrera navegó el férreo sistema con su aparente modestia, que camuflaba en el silencio su altivez; y eso garantizó más aún ese existencialismo suyo, con su persistencia en el bajo perfil político, que la preservaba. Al final, nada hay más político que ese escandaloso silencio suyo, como el cuño de su elegancia africana; algo que el país se empeña en desdeñar, como si no fuera la aguja que da consistencia al mundo, sólo que ya ella fue y será.

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