Wednesday, April 17, 2024

De la serie Georgina Herrera II

Sobre la cuestión racial en Cuba, hay que recordar que no se la conoce directamente, sino a través de su gobierno; cuya proyección es necesariamente interesada, por su naturaleza ideológica desde su misma práctica política. Esto funciona así incluso internamente, con una población meticulosamente educada en función de un mito fundacional; que interpreta la historia —y organiza ese mito— como su propia justificación trascendente, desde la hermenéutica defectuosa del materialismo dialéctico[1].

El problema con esto es la reducción de los fenómenos en términos absolutos, como nada lo es en la realidad; lo que es grave, tratándose de conceptos porosos como el de racismo, en toda su variación de Cuba a Estados Unidos. En este sentido, la afirmación de Cuba como el país más racista del área antes de 1959, es tendenciosa[2]; obviando la excepcionalidad etnográfica estos países —en un Caribe genérico—, incluyendo el racismo mestizo en Haití y Jamaica.

Desde ahí, hay suficientes incongruencias en esa proyección gubernamental, como para dudar de estos parámetros; como la configuración racial de su clase dirigente, o la vigilancia de las las élites intelectuales extranjeras y la propia. Esto es especialmente importante respecto al problema racial, porque lo constriñe a esta proyección gubernamental; que siendo racialmente definida por esa abrumadora mayoría blanca de su dirigencia, repercute en esta inconsistencia suya.

Lo llamativo en este caso sería la voluntad que esas élites extranjeras, al asumir esa proyección como creíble; toda vez que nunca sobrepasa los límites marcados por el gobierno en su política cultural, como vigilancia de hecho policial. Esto puede ser comprensible en el caso afro norteamericano, por el beneficio del apoyo político de ese gobierno; que sin embargo, no excede el refugio territorial a sus combatientes extremos de la lucha por los derechos civiles; pero fuera de lo cual se reduce a una retórica sin frutos, propia de su mismo enfrentamiento con el gobierno norteamericano.

Esa solidaridad sin embargo, sí excede ese intercambio interesado y comprensible de los afro norteamericanos; y permea la política del Caribe negro, sin que siquiera pueda explicarse en un intercambio de ese tipo, más allá de la misma retórica. Así, la comprensión del problema racial cubano debe construirse desde la base, porque su tradición fue interrumpida; lo que de hecho le permitirá una mayor objetividad, a proyectarse incluso transnacionalmente, en una madurez del fenómeno; reconociendo el problema como cultural antes que político, en su proyección popular —no del décimo talentoso—.

Después de todo, lo que habría distorsionado esta comprensión del problema es este elitismo intelectual suyo; incluso como justificación de clase en ese elitismo, que es siempre de una clase media superior —como falsa burguesía[3]— y nunca popular. Esto por supuesto es una contradicción, como las muchas que pueblan todo desarrollo histórico, en su puntualidad; como un círculo vicioso, por su trascendentalismo histórico, que sólo se rompe en una circunstancia excepcional.

Este es el caso del arte —sobre todo la poesía— por la inconvencionalidad existencial de su reflexión de lo real; que le permite esa circunvalación de toda convencionalidad política o ideológica, en su existencialismo. Por supuesto también, eso sólo en tanto el arte no pierde su carácter popular, y rehúya esa convención especial de la ideología; que como falsa experiencia existencial, impone desde lo hermenéutico esa convencionalidad de lo político. Este es el valor del trascendentalismo en Georgina Herrera, reteniendo lo existencial en su subrepticia marginalidad; como el referente inmediato de su inmanencia, que así no hay que buscarla en la consistencia aparente de lo ideológico.

Esto permite a Georgina escándalos como la identidad con héroes dudosos como Nzinga Mbande, impensables en la ortodoxia teológica; o su compleja concepción de la maternidad, que incluye el desdén a la mujer estéril y la violencia de su propio poder. Corrigiendo entonces los excesos del materialismo histórico, la trascendencia es una condición de lo inmanente; con toda trascendencia como una experiencia existencial antes que política, como en este caso de Georgina Herrera.



[1] . Cf: Introducción a la trialéctica de lo real y la cuestión tricotómica, en Elenigma Morúa Delgado.

[2] . Se trata de una reducción clásica, contraponiendo al negro como popular a la burguesía blanca; partiendo del mimetismo de la alta y mediana burguesía, respecto al segregacionismo norteamericano; pero obviando los espacios marginales, en que negros y blancos trasegaban comportamientos, al punto del mestizaje general de la población. // Cf: Manuel Granados, Apuntes para unahistoria del negro en Cuba.

[3] . Se trata de la clase media superior como falsa burguesía, que es falsa en tanto no se establece como clase por su poder de producción sino de consumo. En este sentido, es especialmente chocante el desdén con que critican los trabajos manuales y de servicios a que se ve obligado el proletariado; cuando como identificación de clase —y desde la llamada moral socialista—, estos deberían ser los privilegiados, mostrando su inconsistencia.

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