Saturday, October 11, 2025

Poiesis I, la teatralidad del rito como mediación trascendente

La liturgia, en todas sus variantes culturales, es un acto en que lo humano se alza a lo divino, con su comprensión; sólo que no racionalmente, en ese sentido de la razón positiva, sino como función trascendental. Por supuesto, eso mismo es incomprensible, si el parámetro de referencia es la dicotomía kantiana; que es disfuncional, con la razón como pura o práctica, y en ello inmanente o trascendente, no trascendental. 

El problema es que el valor trascendental es propio de la función, no de los objetos en que esta se desarrolla; pero que en verdad carecen de consistencia propia, derivándola de esa función, que no los necesita. La comprensión del mundo es experiencial, por el sentido práctico en que se relaciona el hombre con lo real; y esa es siempre trascendental, relacionando la inmanencia de las cosas en su trascendencia, como su condición propia. 

De ahí el carácter formal de esta comprensión, en tanto reflexiva, pero como experiencia, y en ello simpática; resolviéndose en la teatralidad de toda representación en su histrionismo, como liturgia, en el rito. Es en esta experiencia que reside la experiencia religiosa, con sus derivaciones místicas o racionales; porque la formalidad de la liturgia no explica lo divino en su trascendencia, sino que lo actualiza como inmanente. Es en esta escenificación que se produce la única comprensión posible de eso trascendente, en esta inmanencia; que es formal, tomando su sentido de lo humano, en esa representación, como experiencia simpática. 

Esto se debería a la extrema puntualidad de lo inmanente, en la reflexión de su conciencia sobre lo real; por la que percibe, siente ya actúa, pero no puede abarcar el conjunto efectivo de su totalidad trascendente. La determinación de lo real como totalidad, sobrepasa abrumadora la escala de comprensión del individuo; de ahí que la experiencia consista en un conocimiento racional, sino en un desiderátum de referencias formales. Estas, al organizarse en una coherenciadeviene en cosmología, en función existencial y hermenéutica; constituyendo mediaciones entre la experiencia puntual y la trascendencia, en esa formalidad de la reflexión. 

Es ahí que, como teatralel rito no se limita a describir recordar lo divino, sino que lo hace aparecer efectivamente; a través de una estructura escénica, con la representación litúrgica, que es por tanto esa comprensión efectiva. Cada liturgia es así una maquinaria simbólica, que canaliza la desproporción entre el hombre y el cosmos; y su eficacia no depende de su literalidad doctrinal, sino de su capacidad para simpatizar formalmente, esu trascendencia.  

Por eso el oficiante no habla de lo divino, sino que la encarna, y su teatralidad no es un accidente del culto; es su principio operativo, produciendo esa experiencia que canaliza lo inmanente, como trascendentalAsí, la impersonación de Shangó, la transubstanciación y la danza del chamán, son variantes del mismo principio; que es la liturgia como forma efectiva del sentido de lo trascendente, en su comprensión por lo inmanente. 

El rito no es mera teatralidad, pero su teatralidad es el medio mismo por el cual se manifiesta la potencia; y en este contexto, la fe no será una función moral, sino la sintonía que garantiza autenticidad del vínculo; de modo que la liturgia no se vacíe en su espectáculo sensible, sino que conserve su densidad ontológica. En última instancia, toda liturgia será el modo en que el ser se proyecta a sí mismo desde su propio reflejo; en una alienación positiva, que lo establece como su propia teleológía, en su misma potencialidad. 

En el gesto del oficiante, en la vibración del tambor o en la consagración del pan, la trascendencia desciende; y la inmanencia se reconoce —por un instante— en ella, cobrando el impulso que la alza a ese arquetipo. Lo que ocurre no es una representación de lo divino, sino una repetición ontológica del mundo, en su posibilidad; y por eso, más que un lenguaje, la liturgia es una resonancia que convoca al acto, produciendo su actualidad. 

Wednesday, October 8, 2025

El falso cognado como operador hermenéutico

Hay momentos en que el lenguaje parece equivocarse, y sin embargo funda una verdad en ese error aparente; que es el caso del falso cognado, como una de esas grietas en que resplandece la hermenéutica y la filología tropieza. Una coincidencia sin parentesco histórico, pero que en ello ajusta la comprensión, para que siga siendo inteligible; no sólo entonces accidente, sino tecnología del sentido, como el punto que reconcilia las cosmologías en desarrollo.

Cuando dos órdenes de lo real —lenguas, culturas, cosmologías— entran en contacto, el falso cognado es un puente; como el efecto electromagnético, que asegura las estructuras a nivel microfísico, para que crezcan en su fractalidad. El falso cognado no traduce ni identifica identidad, sino da resonancia formal, forzando históricamente la relación; y en esa resonancia, las diferencias se sostienen, pero se vuelven comprensibles y dúctiles, habitables en la integración.

El lenguaje opera así como un campo de fuerza, distribuyendo tensiones sin anularlas, en la coherencia simbólica; como en el caso griego de Khronos (el tiempo) y Cronos (el titán), que muestra con claridad esta función conciliadora. La confusión entre ambos, ya en la exégesis helenística, no es una torpeza filológica, sino una operación hermenéutica; al superponer a Khronos en Cronos, el mito resuelve la discontinuidad entre el caos primordial (Urano) y el orden terrestre (Gea).

Es ahí que el tiempo se convierte en la contracción del caos, persistente en Urano, y posibilita lo real en Gea; al devorar a sus hijos Cronos devora los momentos, y Zeus escapa como la liberación de la potencia absoluta, en la conciencia. Así, la falsa identidad fonética actúa como mecanismo de traducción ontológica, como comprensión de lo real; porque el mito organiza la cosmología, cuya función es hermenéutica, como referencia para la praxis histórica.

Esto es lo que sucede con el nombre de China, en el tránsito chino entre Zhou y Qin, como un problema filológico; que deriva el término de Qin (), y no de Zhou (), pero sin atender a una morfodinámica de la cultura. Qin no es más que la cristalización, como trascendencia, de la forma que Zhou había constituido como inmanencia; Zhou inventa el orden ritual del mundo, y Qin lo convierte en potencia expansiva, como Zeus reinando en el Olimpo.

En el sonido Qin resuena la sombra de Zhou, como un eco formalmente falso, pero estructuralmente verdadero; el nombre extranjero China es un falso cognado funcional, un signo que no designa su origen, sino una continuidad. En este se condensa la primera conciencia planetaria de la civilización china, no lo que es sino lo que aparece; cumpliendo con esta falsa genealogía una función epistemológica, al mantener la continuidad transhistórica de lo real.

Trialécticamente, el falso cognado es un producto del contacto, a nivel efectivo, como una contingencia histórica; luego, al nivel formal, es el modo en que las estructuras culturales preservan su coherencia, en la forma del cambio; y finalmente, a nivel reflexivo, es el punto en que el mundo se reinterpreta a sí mismo, en la función del símbolo. Así, el falso cognado no comunica información, sino que estructura al mundo, en su inteligibilidad, como humano; y en última instancia, revela la fractalicidad de lo real como cultura, en su capacidad para replicar operaciones funcionales.

Lo que ocurre entre Khronos y Cronos, o entre Zhou y Qin, ocurre también entre mito y ciencia, y lo arcaico y lo moderno; el error lingüístico se convierte en modelo del devenir, una disonancia armónica, que permite al sentido seguir girando. El lenguaje, al equivocarse, se ajusta al mundo, y el mundo se vuelve representable otra vez, en la resonancia; el error fonético sostiene el paso del mito al logos, revelando la coherencia de lo real, para que sea histórica y hasta científica.


Monday, October 6, 2025

Elogio del artista ya no adolescente

Alexandre Arrechea es uno de esos casos extraños en que el conceptualismo es esplendoroso, no otro lugar común; hasta el punto de que es problemático afirmar que sea conceptual, si su trabajo es tan obviamente formalista. De hecho, sería esa ambigüedad la que otorgue sentido al concepto en él, retomando la sorpresa de los primeros abstraccionistas; en este sentido en que el arte postmoderno es dogmático en su anti-dogmatismo, y toma mucha voluntad intelectual sobreponerse a esa contradicción.

Ahí es donde entra Arrechea, doblegando las formas para explorarlas en su residualidad, más allá del sentido original; haciéndolo contradictorio en lo inconvencional, porque el arte contemporáneo apuesta al sentido del sin sentido. El problema del arte contemporáneo es que esa intuición no funciona en la plástica como en la literatura (Lewis Carroll); simplemente porque en la plástica es más susceptible al ego del seudo intelectualismo, como no lo admite la literatura.

De ahí esta excelencia de Arrechea, obstinándose en lo formal, al estirarlo en su propio sentido como residual; en vez de contradecirlo en el antiformalismo, que es donde el intelectualismo muestra su vacuidad. Quizás valga la pena aquí jugar la más peligrosa de las cartas, y apelar al ascendiente racial del artista, ya no adolescente; porque —todavía quizás— sería está referencia la que se niegue al absurdo intelectual del antiformalismo.

No por gusto, hasta europeos curiosos observaron esa persistencia del sentido en las culturas africanas; como una protesta contra el dogma cartesiano, que ya mostraba su fatiga a principios del siglo XX. De ahí la madurez del artista, que puede experimentar en sus propias referencias, no importa si consciente de ello; porque lo que importa sería que haya sobrepasado la tormentosa adolescencia, y puede observar al mundo.

Arrechea sería así la última vindicación, incluso involuntaria, de la suficiencia reflexiva del arte en lo negro; como una capacidad singular, incluso para interpretar la aridez arquitectónica occidental, en su funcionalidad. Por eso cualquier exposición de Arrechea es una apoteosis de la forma, que cumple su propósito en sí misma; humanizándose en su trascendencia natural de lo humano, para mostrarlo como lo que es, que es real.

El concepto del conceptualismo contemporáneo es un sin sentido, incluso sí reconoce la existencia de la forma; porque la base del arte —en tanto reflexivo— es la forma y no el concepto, dándole sentido propio, como funcional. Lo original en casos como el de Arrechea, es que extraen este sentido propio de la forma, haciéndolo forma; ya desde esa manifestación suya como residual, una vez que está se agota en su función representativa.

En alguna parte, Octavio Paz afirma de Picasso que destruye la forma, que no es sino otra manera de afirmarla; y sería en esa paradoja —como falsa contradicción— que aflore ese sentido propio suyo, formal y absoluto. Sería en su negación que se desecha la forma, en la supuesta trascendencia del sentido humano, como racional; que es lo que resulta en sin sentido absoluto —distinto del recurso literario de Carroll—, por simple secuencia ontológica.

En esta secuencia ontológica, la trascendencia no existe en sí misma, sino como condición propia de lo inmanente; que lo es en tanto formal, y siendo en esta forma suya que reside su trascendencia, como su proyección. Pero todo ese desaguisado es comprensible, pues se trata de la apoteosis última del racionalismo moderno; en crisis como postmoderno, desde la sorpresa genuina de los abstractos y surrealistas que inauguraron lo postmoderno; pero definitivamente, no en el mimetismo de los que parten de esa contradicción (experiencia) como nuevo dogma (conceptual).

En esto consistiría el sentido de la forma, con casos como este de Arrechea, en el que se alarga y recrea; en otra proyección formal de esa consistencia suya, que crea otras formas, en el vértigo de la circularidad. Habrá otros, como el de Cundo Bermúdez o Víctor Manuel, en que la forma se repite agotándose en sí misma; que serán también legítimos, aunque uno sea más intelectualmente atractivo que el otro, por la experiencia; al menos en tanto este otra valide esa calidad suya como suficiencia formal, sin seudo intelectualismos.

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