A mí no me gusta Maya Angelou
Afirmar que a uno no le
gusta la poesía de Maya Angelou puede ser una posición snob, que sólo
busque llamar la atención; pero en ese mismo sentido, también puede llamar la
atención sobre los derroteros del arte, y esa condena parece que ineluctable
hacia su intrascendencia. No que esa intrascendencia paulatina a la que parece
condenado el arte esté mal, en lo que bien podría tratarse de un proceso de
adecuación; pues al fin y al cabo, el culto del arte, como extensión del de la
inteligencia, es un culto artificial, como todo culto, y en ello producto de la
manipulación. De hecho, las personas e instituciones preocupadas por el devenir
del arte son las que dependen económica y/o políticamente del mismo; lo que ya
haría risibles esas catarsis con que lo defienden en su más pura
irracionalidad, apelando a las mismas razones religiosas que critican en
cualquier credo tradicional.
Todos los excesos son
pésimos, y los de la negación no lo son menos, así que hay que poner también
cierta perspectiva; y reconocer que en los principios, como siempre y con todo,
la voz de Maya era dramática y su experiencia era justamente existencial. Ese
fue el momento en que ella encontró la densidad suficiente como para alcanzar
el vuelo poético, sobre el que sencillamente se sentó después a moralizar; como lo haría cualquier papa del catolicismo [¿la papisa?], desde esa cátedra inflada de los círculos
académicos, que viven de la manipulación mediática del público, como el más
vulgar de los capitalistas. En todo caso, se trata precisamente de ese énfasis
en que el concepto de belleza se trasladó de la forma a la función; y esta, a
su vez, a su sentido más práctico y utilitario, incluso cuando eso significa
restringir la supuesta función del arte a la vigilancia moral, a despecho de
tan grandes artistas que pueden desmentirle el puritanismo. Angelou tendría
aquí hasta valor modélico más que propio, porque lo que resaltaría es esa
tendencia de la cultura postmoderna a establecerse como un índice de
mediocridad intelectual; que después de todo es lo natural en todo sistema
político y cultural, en tanto suma activa de convenciones en las que se
resuelve la existencia como naturaleza artificial y propia de lo humano. De ahí
que esa intrascendencia progresiva que gana al arte no tenga que ser
necesariamente un fenómeno negativo; sino que puede tratarse de una adecuación,
por la que al fin se supera la sobrevaloración política y económica de ciertos
aspectos, y con la que se habría distorsionado a la cultura en su
propia función sistémica.
No será gratuito que Maya
Angelou fuera norteamericana, como no lo es que el arte norteamericano tienda a
ser convencional por naturaleza; y una de esas convenciones suyas, proveniente
del origen populista de su cultura, es precisamente el descreimiento de toda
función que no tenga valor y sentido práctico e inmediato. De hecho también, es
la literatura norteamericana la que culmina la rebelión contra el formalismo en
el arte; no importa si eso ocurre a través de las premisas neo formalistas de
la vanguardia europea, a la que acuden los rebeldes incendiarios. Maya Angelou,
así, se asienta y corona una tradición que ya establece al poeta como profeta
al que nadie escucha pero que es más el hipster que el loco de la baraja; una imagen patética, pues su belleza funcional
consiste en una retórica seudo idealista con valor psicológico para esa auto ayuda que suelen necesitar constantemente los seres mediocres. Su diferencia con caracteres ofensivos como el
brasilero Paulo Coelho estribaría en que no canibaliza textos ya establecidos y cree además que lo
reflexivo en la literatura se refiere a ese inmediatismo existencial, simplismo por el que debió sucidarse; y no que fuera original ni siquiera en ello, que ya antes y más glamoroso Kahlil Gibrán
saca a flote toda la tradición de la poesía, Rabindranath
Tagore nos recuerda que hasta eso se puede hacer con más gracia y menos
victimismo y los aónimos árabes que puede hacerse con palabras increíbles como la madreperla.
To KIndle |
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