Desde los contemporáneos es un debate —si
no un hecho— el si los profesores de filosofía son propiamente filósofos; los
contradice la naturaleza de su profesión, que es enseñar el ejercicio, no su
ejecución. La materia es compleja, pues no existe el principio que niegue
absolutamente su contrario, que es sólo su expresión complementaria; y hasta
ahora el profesor Alfredo Triff no ha desconocido el dilema, en su doble
profesión de maestro de filosofía y pretendido filósofo en acto; pero no lo
había resuelto, por esa doble expresión del dilema mismo, que se vuelca sobre
la complementariedad de sus objetos.
El profesor de filosofía es difícilmente
filósofo, porque en su profesión no sobrepasa los límites que enseña; el
filósofo en cambio, es antes que profesor el acto de transgresión de esos
límites, a donde arrastra al profesor, incluso si es él mismo. La ambigüedad de
Triff radicaba en esa convencionalidad entusiasta, del profesorado y su
mitología venerable; pero todo tiene su apoteosis, porque esta responde al
desarrollo inevitable del ejercicio constante —¡oh, fatalidad!—, incluso si en
la modestia de la profesión.
Triff así ha conseguido esa apoteosis que
es la filosofía, con el ejercicio pausado del magisterio constante; igual fue
así que el mito —su tradición— cobró la capacidad referencial de su propia
apoteosis, fundando a la filosofía con su masa crítica. Lo que habría
conseguido Triff es culminar la contracción reductiva del racionalismo, cuya
mejor expresión es la excelencia funcional del profesorado; impartiendo la
racionalidad de la filosofía, pero hasta el punto en que la serpiente camina
sobre su cola. Es ahí donde habría conseguido la masa crítica —y su poder
referencial— para inaugurarse en el Sturm und Drang de la intuición; no
es por tanto que Triff haga poesía —lo que es banal y no hace— sino que usa la
función gnoseológica de esta —en su forma— viabilizando la intuición.
Tampoco es que salga de la nada, pues se trata
de masa crítica, y la consistencia —como legitimidad— está en la ascendencia;
ya desde hace mucho Triff ensaya acercamientos al quiebre dramático, que recuerda
los escarceos con que la escritura automática provocaba la intuición. El elogio
sin embargo es inútil, pero su causa no lo es, y por eso esta nueva excelencia
de Triff merece una explicación; ya que de lo que se trata es de superar la disfunción
analítica de la ética, encerrada en su naturaleza axiomática.
Por eso la ética no tiene valor lógico, y
con ello su alcance referencial es siempre debatible; pero eso era hasta esta
excelencia nueva de Triff, que sobrepone a la ética a esta deficiencia suya, al
canalizarla en la intuición, para aprovecharle esa jugosa masa crítica. Después de todo, como prueba la base en la tradición mitológica de la misma
filosofía, la densidad lógica proviene de la ética; y el dilema es por tanto
salvar esa masa crítica, en vez de negarla en un conceptualismo vacío porque
carece de referentes inmanenciales.
De ahí lo del Sturm und Drang, pero
no como aquella negación alemana, sino como explosión de suprema —y afrancesada—
racionalidad; que es en lo que la poesía es creación, en lo que el hombre
remeda a Dios, aun cuando bien puede ser a la inversa. Nunca ha sido más fino
el pensamiento que cuando es función pura, y se gasta en el acto en que se
gesta; porque ahí se desviste de formas, que es el secreto de Proteo, como esta
displicencia elegante de Triff haciendo filosofía.
El problema de ser el mejor y más original
entre los tuyos, es que no hay quien te haga un prólogo que te merezca; pero
todo no se puede tener en esta vida, y ya es bastante esa impudicia impune del
hongo que crece del humus y es hermoso. Lo cierto es que Triff ha conseguido
forzar el exponente, y establecer con ello un nuevo grado del pensamiento; no
por lo que parece —como el discurso—, que es banal como el hecho de si hace o
no hace poesía, sino por lo que es —la forma—, canalizando en su eficiencia la
intuición.
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