Georgina Herrera fue —todavía es— una de las voces más poderosa de la
poesía cubana, y sobresale en los contemporáneos; no es por gusto, ni porque
los tiempos estimulen la mediocridad, sino porque tiene su propio peso, aunque
incomprendido. Desde la imagen de cimarronaje a la de humildad más o menos
convencional, su personalidad se diluye en las pretensiones que la rodearon; y
que ella —con más inteligencia de la que le acreditaban— pudo sortear, dándole
otro alcance a esa imagen de rebelde y fugitiva.
No es entonces que no fuera rebelde y fugitiva, sino que lo era en un modo
sutil, superando la etiqueta folclorista; lo era jugando las cartas que le
permitió el tiempo, para mantener y alimentar el amor a contrapelo de todo. Si
una prueba hay de que las mujeres poetas no son sílfides, esta no es la dureza intelectual
con que algunas se han impuesto; porque el no ser sílfides no implica que
renieguen de la femineidad, que la distingue a ella entre las grandes poetas cubanas de
todo el siglo XX.
Georgina Herrera fue una mujer que tomó las decisiones de su vida desde muy
temprano, y nunca soltó sus riendas; ni siquiera cuando eso significaba las contradicciones
más graves, que habrían hecho vacilar a cualquier otro. Así, Georgina fue una
madre excepcional, pero no tanto por la ternura como por la fuerza e incluso la
violencia; con la que no sólo mantuvo su puesto entre hombres y mujeres, sino que
defendió también el amor de sus hijos
Por eso, su muerte sólo puede revolver el alud de contradicciones que siempre la
rodeó; pero igual ella reluce entre todas ellas, como una santa que
baja del cielo a bendecir a los suyos, que también la reconocen. Eso implica
renunciar a lo superfluo, que es también importante pero no tanto como la
verdad de ese amor; como igual hubo de hacer ella a todo lo largo de esa vida,
en que soportó los elogios —fáciles por falsos— de humildad y sencillez.
Georgina no fue humilde nunca (
véalo), ni cuando bajó la cabeza —rumiando la salida—
ante el padre incomprensivo, ni cuando reclamó sus hijos como exclusivamente
suyos; que fue quizás uno de los gestos más duros y egoístas de la historia de
la humanidad, pero explicando cuán complejo es eso del amor. Mucho menos lo fue
con algo tan menor —respecto a los hijos— como lo es su poesía, plena de imágenes
más inteligentes que tiernas; cuya virtud reside precisamente en la mesura con que
esa inteligencia se retrae formalmente, para no dañar ese objeto suyo.
De modo
incomprensible —o todo lo contario— se insiste en este aspecto de su humildad,
que ella supo superar; siempre hubo escritores tan importantes y más pobres que
ella, y se creció haciendo uso de las herramientas a la mano. Siempre habrá imágenes de aparente enigma que la explicarán en su momento, como ese peligro de dormir con el tigre; no sólo del sueño extrañamente plácido, sino incluso la caricia atrevida y la violencia increíble, como la máxima belleza posible de la vida y el amor.
A Georgina Herrera es conveniente —no obstante— mantenerla en esa imagen de
simpleza, que permita su manejo; porque otra cosa requeriría ahondar en los
entresijos de lo humano, y hasta tocar bordes prohibidos, que ella misma
sorteó. La obscenidad cruel y el exceso no fueron nunca parte de su gesto ni su
literatura, y una mueca de disgusto habrá escondido en eso; sólo el tiempo pondrá
las cosas en su lugar, y conseguirá reunir a los suyos en esa materia que es la
única importante; todo lo demás es superfluo, ella lo demostró y hay que
reconocerle el magisterio, porque en definitiva su mejor obra fue ser mujer —y
en ello madre—.
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