Wednesday, December 22, 2021

Luz y polifonía en Ángela de Mela

Por María Eugenia Caseiro


Rituales de la luz (
Cultiva-Libros, 2008), de Ángela de Mela, llegó de manos de la autora extendiendo a las mías la luz y la polifonía de sus textos. Ella, al escoger, encontraba extensos los poemas de otro libro del que también hablaré en otra reseña. Rituales de la luz, sin embargo, alcanza el encanto de lo que mi amigo y maestro Luis Mario González denominara “economía de palabras”, no por economizar precisamente, sino por todo lo contrario: proveer vastedad, luz de palabra como sólo es capaz de hacer quien la palabra domina. Es así que en sus caminos, Ángela extrae el sumo a los conceptos y entresijos que entre unos y otros conforman. Es la dote final más que pródiga y se extiende:

Copiar la rosa

el sesgo

la cicatriz

su mutilado cauce

Escucharle en ese articular de versos concisos, desprovistos de retorcimientos, con la palabra en estado de pureza, me hizo pensar en la sabiduría del dominio que viene al parecer de las voces reencarnadas y encuentra su reclinatorio, únicamente, en las almas que han mutado como flor en luz. Así es la irradiación que emana de estos poemas, así es la flor que anida en la palabra de Ángela.

Se abre la voz dadora, como se abre una corola que alumbra, y allí en el silencio que guarda el templo en que se agolpan sus pinturas y el aroma del te verde se desliza por la estancia desde la tetera que atisba nuestra conversación, se desprende la voz de toda vacuidad, de los tintes espurios y las incontinencias verbales, mientras tomamos bombones de menta de una bandeja mágica que nos refleja el rostro en cientos de transcursos y somos milagrosamente capaces de prescindir del tiempo y del espacio para viajar en ese tránsito inconmensurable de la luz, para ascender en ella a las cúpulas de los puntos de encuentro, y esa otra fluorescencia del astro rey que se cuela por el cristal de la ventana, se deja acariciar por la locución de la aeda y llena de amplitudes la estancia, que ahora es atrayente pasaje del universo astral mientras ella desgrana versos inmersa en la elipsis de sus visiones desde el canto IV:

El recuerdo en la penumbra

como el rapto que exige

de cuanto se contiene

en la consternación de los relámpagos

animalillo de las nocturnidades

que deshoja el silencio vesperal de la noche

la faena desecha.

¿Hay acaso algo más sublime que la palabra dotada de luz cuando emana de los cauces opuestos, del choque, encuentro y desencuentro, de una dicotomía? ¡Precioso entramado de palabras el tuyo, Ángela de Mela!: “Apresúrate pie sobre mi paso, / para el camino, y para el salto”, dice el canto XIX, más que eso, es himno que sirve de pilastra al cántaro con versos desgranados, limpios de impurezas, relucientes.

Transcurre la mañana y no hay en el planeta un ruido, un murmullo, una detonación, una sola noticia, que no se desvanezca ante los rituales de luz con los que la encantadora, hace y deshace remolinos de proposiciones y anécdotas. Suaves anécdotas que se deslizan por la corteza del árbol en que se halla, sin “Él”, la mesa convertida; de las esclusas en que se hallan, sin ella misma, sus pinturas convertidas; de las aspas de molino en que se hallan las lámparas convertidas; de la alfombra voladora en que ya se ha convertido toda conversación y todo juicio, ahora sin nosotras mismas; halos de esferas que relucen con dolor y oscuridad: 

El no será cuando yo muera,

es por eso que muero mientras vive.

Sin ti no es posible la sonrisa o e llanto.

Recuerda.

Para hacer esta historia

han contado contigo. 

De esta manera ha sido desatado el sortilegio, ha sido descifrada la estocada del destino que suele vestirse de costumbres. Nada ha quedado sin que el tiempo, que suele descifrar los asteriscos y las cábalas de la existencia, dé lugar a las postergaciones, a la huida, a la barahúnda de los juegos escondidos, de las vicisitudes y del tedio que a veces se agolpa en las cuentas de un rosario. Por eso en Rituales de la luz, canta la voz del viento:

No escoge la semilla

su lugar en la tierra, dicen.

No se queja el árbol,

solo da sombra y crece, dicen.

Callan, todo lo demás.



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