El Gabo Cárdenas o la esperanza del cancionero cubano
Los que
crecimos en la sobriedad revolucionaria teníamos graves problemas con el
sentido del espectáculo; nada podía sobrepasar el anquilosamiento escenográfico
de los grandes concursos y su convencionalidad. No era extraño eso al horror a
la individualidad pregonada por la revolución, condenándonos a la sobriedad;
mientras todos perdíamos el pudor con lo que significaba la Fornés, aunque lo
negáramos hipócritas y ambiguos.
Es esa misma
hipocresía, obviamente institucional, la que nos encandiló con un sentido del
producto; que es lo que es Cimafunk, cumpliendo las promesas de la tercera
generación de la Nueva Trova, con sus negros fabulosos. Sólo que Cimafunk ya es
de hecho demasiado elaborado en el snobismo, sobre producido para el exterior;
dejando ese vacío de figuras internas, barridas por aquel culto a la sobriedad,
que no contaba con la falta de divisas.
Ese vacío era
imposible de llenar, porque era de figuras orgánicas, evolucionadas
directamente desde el filín; no de la falta de divisas del país, apresurado a
fabricar figuras según el gusto extranjero, sino salidas de la tierra. Eso es
lo que es Juan Gabriel Cárdenas Urrutia, voz líder de Vitakará, con su estética
que sintetiza el pasado; porque lo importante de esa organicidad suya es que se
recupera aquella estética interrumpida de cultura zafia y refinada.
Si algo
contradice a la cultura en Cuba, es la vulgaridad que se hace llamar hoy farándula
y monopoliza su sentido; porque lo popular en Cuba no fue nunca vulgar sino
refinadísimo, en una tradición que pudo alimentar al cine de oro en México.
Cierto que nuestras vedettes podían destrozarle la cara a cualquiera, pero por
lo general no tenían que hacerlo; bastaba la presencia imponente, y la
veneración que provocaban en un pueblo que no era en modo alguno inculto.
Probablemente,
lo mejor del Gabo Cárdenas sea esa disciplina con que es la voz de Vitakará y
no un solo escénico; no porque eso sea malo, sino porque en estos momentos no
hay forma de que sea auténtico, como se ve en su ligereza. Eso, la poca
pretensión de una complejidad que parece simple pero porque oculta sus
mecanismos; eso es lo que le da la mesura en el gesto, haciéndolo adecuado,
aguantador de cámara pero no para la televisión.
De hecho, no
hay dudas de que la mejor experiencia de Vitakará está en el concierto pequeño,
de bar o restaurante; no la multitud de la que extraer apresurados dólares en
un concierto gigantesco, ni el attrezzo televisivo. No porque no los soporte, y
hasta que eventualmente los incorpore, modificándolos en su propia proyección; sino
porque como aquella cultura de tríos y cuartetos entre telas y luces de ensueño
del Cabaret, es una experiencia de cuerpo a cuerpo.
A cada
movimiento del Gabo Cárdenas debe haber un respingo en el cielo, lo mismo de la
Lupe que de Portillo; la multitud dispersa de las D’Aida deben aglomerarse asomando
entre las nubes para verlo, empujando a la Mendoza; Pacho Alonso, Barbarito y
el Bárbaro —perdonen las omisiones sacrílegas e inevitables—, todos deben estar
exultantes. No es para menos, el Gabo Cárdenas viene a mostrar que hay
recuperación, no sólo operaciones y estrategias de venta; que aunque legítimas
—y que él hará bien en incorporar— carecen de esa frescura excelente suya en la
cultura cubana.
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