De la cuestión del estilo y de lo postmoderno
Con su eficacia habitual, Machado afirmó por boca de
Mairena que no hay tal cosa como la originalidad del estilo; de diez cosas
originales que se intentan —decía más o menos— nueve no sirven, y la décima
termina por no ser original. Eso sería suficiente para desmoronar esos muros teóricos
postmodernos, que buscan el raro animal que es el estilo; con más escándalo
cuanto más escandalosa la cultura en que se da, sea la cubana con Carpentier y
Lezama Lima, o la argentina con Borges.
Curioso que monstruosidades intelectuales como Octavio Paz y Alfonso Reyes en México, carezcan de esa especialidad; que como Vargas Llosa en Perú, retraen la prosa al funcionalismo básico, para liberar una inteligencia absoluta. En cualquier caso, los magos del estilo parecen tenerlo más por defecto inevitable que como efecto consciente u objetivo; desde la torpeza verbal de Carpentier al horror sintáctico de Lezama Lima, parecen más bien impotentes y apresurados; siempre a la saga de esa misma inteligencia, que les es innegable pero carece de generosidad en sus exigencias.
Caso aparte, el meticuloso de Jorge Luis Borges, que —como el décimo intento de Machado— es poco original; porque es apenas una devota extensión de Lugones, con la suerte de que a la prosa de Lugones pocos la conocen como a la de Borges. No es que no se conozca a Lugones sino a su prosa, genial y perdida en esa poesía preciosista y banal de los Modernistas; contra los que tuvieron que rebelarse los postmodernos —especialmente las mujeres— para poner un poco de Dasein. Como digresión, no deja de ser curioso que nuestra identidad política provenga de aquellos tiempos inflamados del Modernismo; como un defecto que el más férreo postmodernismo no ha podido corregir, de tanta exaltación poética que contenía.
Tampoco es que Borges no tenga alguna originalidad, sino que esta —como la de Lezama— es temática y no sintáctica; y reside en el cambio de objeto, que él hace metafísico y profundamente filosófico antes que meramente dramático. Menos se trata de que ese objeto no sea existencial en Borges y Lezama Lima, sino que su existencialidad es diferida; porque el objeto que los ocupa es metafísico, a diferencia de todos los otros, más preocupados por lo inmediato de lo real.
La fijación en el estilo es entonces esa moderación beata
de la religión, en la seudo religiosidad del arte postmoderno; como una crisis
que le hace precario e insostenible en su inconsistencia, frente a la fuerza
artesanal de los antiguos. El estilo ha sido siempre tan secundario, que los
maestros se alargaban en la informidad de los gremios artesanales; atentos sólo
a la objetividad de sus destrezas, y no porque el genio intelectual no fuera
importante, sino porque era lo importante.
Criticar la densidad lezamiana en vez de su torpeza
ortográfica, es no merecer la grandeza que se te muestra; lo que tampoco debe
ser preocupante, como apenas otra anécdota de la realidad, sino una melquisédica
confirmación obispal. El estilo es la pirueta en que se agota el bailarín, haciendo
lo mejor que puede para expresar la intención del guionista; claro que el
ballet, como la literatura y el arte en general, fallecen en ese delirio de superficialidad
que arroba al público, sin sentido.