En 1914, Henry Ford introdujo dos medidas revolucionarias,
al reducir la jornada laboral y duplicó el salario promedio; cosa que hizo por
razones prácticas, ya que la rotación laboral era insostenible, la
productividad estancada y la plantilla inexperta. Su reforma estabilizó el
trabajo en la línea de montaje, aumentó la eficiencia y convirtió al obrero en
consumidor; el éxito fue inmediato, y desde entonces su caso se cita como
ejemplo de que tratar bien al trabajador puede ser rentable.
Sin embargo —y aquí está la paradoja, la excepción no se
volvió regla—, pues muy pocos replicaron su modelo; las condiciones de trabajo siguieron
deteriorándose, y el ejemplo sólo fortaleció al sindicalismo anticapitalista. La
respuesta estaría en la naturaleza misma del capitalismo, como sistema que se
reproduce a sí mismo (autopoiesis); lo que hace a partir de sus propios
elementos, como el capital, el trabajo, la mercancía, el dinero, etc. Ningún elemento
de este sistema actúa en función del sistema mismo, como bien común, sino de su
propia supervivencia; lo que significa una competitiva inmediata, que consume
todos los recursos necesarios para la mantención del sistema.

Las medidas de bienestar no son imposibles, pero sí
arriesgadas si el entorno no garantiza que todos harán lo mismo; y Ford pudo
hacerlo porque era un monopolio de hecho, con control y márgenes amplios, y
escasa competencia directa. Sus condiciones eran excepcionales, e imitarlo sin
esas ventajas habría sido suicida para cualquier otro empresario; la presión
por reducir costos y aumentar márgenes lleva a la lógica contraria:
precarización, subcontratación, externalización.
En otras palabras, lo que es racional a nivel sistémico no
es funcional desde la perspectiva de los actores individuales; y esa
contradicción estructural, impediría que una solución evidente se convierta en
norma, por su excepcionalidad. Se puede decir que el trabajador es un capital de
inversión en sí mismo, mejora el rendimiento y genera consumidores; pero el
capital no es racional, y no tiene forma de internalizar ese valor de manera
inmediata y funcional.
El empresario que invierte en bienestar asume un costo
que, en muchos casos, beneficia también a sus competidores; sin un mecanismo de
coordinación colectiva, esa inversión no se justifica en términos de ganancia
privada. Eso no significa que el capitalismo de estado —que es lo que es el
socialismo— sea más racional, sino sólo que lo aparenta; en realidad responde al
mismo principio, por el que la economía no premia lo que es bueno para todos,
sino lo que permite sobrevivir a cada uno.
Es por eso que, incluso si algo es evidentemente
beneficioso a largo plazo, aún puede contradecir la lógica competitiva; en una
suerte de razón trascendente (trascendental), por la que los procesos
diacrónicos colisionan entre sí. Los Estados nacionales intentan corregir esa
disfunción sistémica, con el llamado Estado de bienestar; pero esa solución —que
es socialista— es más bien una tregua inestable, que termina devorada por sus
propias mediaciones; en la corrupción —también sistémica— de su burocracia
creciente, por parte de una clase media improductiva.

El error estaría en el intento de estabilizar lo que es
dinámico (dialéctico), como la
relación entre capital y trabajo; en un esfuerzo que solo posterga el conflicto
y lo disfraza de equilibrio, a la vez que consume los recursos de la estructura.
Los Estados socialistas llevaron esa lógica al extremo, y al suprimir la
propiedad privada congelaron la movilidad; resultando sólo en una estabilizaron
la clase técnica, que finalmente descapitaliza a la sociedad entera. La generalización
de esa excepcionalidad de Henry Ford, sólo responde a la dinámica seudo religiosa
de la ideología; que es la base de la ineficiencia capitalista del socialismo —en
su corporativización del capital— y el neoliberalismo.
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