Sunday, August 3, 2025

El mito del capitalista ilustrado

En 1914, Henry Ford introdujo dos medidas revolucionarias, al reducir la jornada laboral y duplicó el salario promedio; cosa que hizo por razones prácticas, ya que la rotación laboral era insostenible, la productividad estancada y la plantilla inexperta. Su reforma estabilizó el trabajo en la línea de montaje, aumentó la eficiencia y convirtió al obrero en consumidor; el éxito fue inmediato, y desde entonces su caso se cita como ejemplo de que tratar bien al trabajador puede ser rentable.

Sin embargo —y aquí está la paradoja, la excepción no se volvió regla—, pues muy pocos replicaron su modelo; las condiciones de trabajo siguieron deteriorándose, y el ejemplo sólo fortaleció al sindicalismo anticapitalista. La respuesta estaría en la naturaleza misma del capitalismo, como sistema que se reproduce a sí mismo (autopoiesis); lo que hace a partir de sus propios elementos, como el capital, el trabajo, la mercancía, el dinero, etc. Ningún elemento de este sistema actúa en función del sistema mismo, como bien común, sino de su propia supervivencia; lo que significa una competitiva inmediata, que consume todos los recursos necesarios para la mantención del sistema.

Las medidas de bienestar no son imposibles, pero sí arriesgadas si el entorno no garantiza que todos harán lo mismo; y Ford pudo hacerlo porque era un monopolio de hecho, con control y márgenes amplios, y escasa competencia directa. Sus condiciones eran excepcionales, e imitarlo sin esas ventajas habría sido suicida para cualquier otro empresario; la presión por reducir costos y aumentar márgenes lleva a la lógica contraria: precarización, subcontratación, externalización.

En otras palabras, lo que es racional a nivel sistémico no es funcional desde la perspectiva de los actores individuales; y esa contradicción estructural, impediría que una solución evidente se convierta en norma, por su excepcionalidad. Se puede decir que el trabajador es un capital de inversión en sí mismo, mejora el rendimiento y genera consumidores; pero el capital no es racional, y no tiene forma de internalizar ese valor de manera inmediata y funcional.

El empresario que invierte en bienestar asume un costo que, en muchos casos, beneficia también a sus competidores; sin un mecanismo de coordinación colectiva, esa inversión no se justifica en términos de ganancia privada. Eso no significa que el capitalismo de estado —que es lo que es el socialismo— sea más racional, sino sólo que lo aparenta; en realidad responde al mismo principio, por el que la economía no premia lo que es bueno para todos, sino lo que permite sobrevivir a cada uno.

Es por eso que, incluso si algo es evidentemente beneficioso a largo plazo, aún puede contradecir la lógica competitiva; en una suerte de razón trascendente (trascendental), por la que los procesos diacrónicos colisionan entre sí. Los Estados nacionales intentan corregir esa disfunción sistémica, con el llamado Estado de bienestar; pero esa solución —que es socialista— es más bien una tregua inestable, que termina devorada por sus propias mediaciones; en la corrupción —también sistémica— de su burocracia creciente, por parte de una clase media improductiva.

El error estaría en el intento de estabilizar lo que es dinámico (dialéctico), como la relación entre capital y trabajo; en un esfuerzo que solo posterga el conflicto y lo disfraza de equilibrio, a la vez que consume los recursos de la estructura. Los Estados socialistas llevaron esa lógica al extremo, y al suprimir la propiedad privada congelaron la movilidad; resultando sólo en una estabilizaron la clase técnica, que finalmente descapitaliza a la sociedad entera. La generalización de esa excepcionalidad de Henry Ford, sólo responde a la dinámica seudo religiosa de la ideología; que es la base de la ineficiencia capitalista del socialismo —en su corporativización del capital— y el neoliberalismo.

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