(No) Soy Cuba
Soy Cuba ha devenido en una suerte de película de culto, aunque por esa
oscura necesidad tan humana de tener algún culto; este encabezado por el
sacerdocio indiscutible de Martin Scorsese, aunque eso no explique mucho la
razón de tan aberrado culto. En rigor, no se puede desmentir nada de lo que
dice Scorsese, porque es verdad; sólo que esa verdad se refiere exclusivamente
a la originalidad de su fotografía, y ninguna película —y menos las de Scorsese—
se compone sólo de fotografía. Además, esa misma fotografía puede haber sido
asombrosa en su momento, con sus ojos de pescado antes de los drones FHD; e
incluso en esta, ensucia una de sus imágenes más poderosas, cuando a media toma
no puede ocultar las cuerdas que tramoyan la cámara.
Como ya está dicho, el problema es que ninguna película se reduce a su
fotografía, no importa lo magnificente; una película lleva trama y subtramas, pendientes
de un argumento que es el que aporta la solidez. Pero aquí se trata de una
epopeya, y las epopeyas no tienen dramaturgia, que es por lo que el teatro
surgió al margen de la épica; algo que evidentemente desconoce la estética
socialista, de la que esta película es un ejemplo absoluto, como de
laboratorio. Eso es lo que resulta perturbador en esta falsa conmoción
levantada por ese bodrio elefantiásico, que nos recuerda por qué detestábamos
el cine bolo; al que en justicia se le deben reconocer los méritos, pero no
inflarlos, so pena de tapar lo que evidenciaban; esto es, la prepotente
grosería en que se reduce el arte a la función propagandística, tan denostada al
nazismo pero atractiva en el imperialismo ruso.
Por eso es perturbadora esta alaraca de parte de quienes no la vivieron y
piensan que son tan inteligentes como para ir a su rescate; porque lo que está
detrás es esa admiración por los discursos poderosos y los mesianismos, que son
los únicos que pueden brindar semejantes epopeyas. En general, la película se
compone de dos alegorías que sobran, muy a pesar de aportar gran parte de la
belleza plástica; como abcesos azules que contrastan contra el albor de la piel
traslúcida,y que es la elipsis final a que se reduce la trama; demasiado lineal y
simple por demás, pero que al menos es lo único que tiene sentido. Esta elipsis
es la transición entre los personajes de Alberto (Sergio Corrieri) y Mariano (Salvador
Wood); introducida por el sacrificio de Enrique, que —muy en la cuerda del
seudo realismo socialista— es el Cristo como todos los héroes, que legitiman el
porvenir.
Como cine, no sólo tiene esa chapucería de mostrar la tramoya en su
grandilocuencia; también está pésimamente actuada, con sólo las dos excepciones
decentes de Salvador Wood y Sergio Corrieri, entre sus quinicientos actores. Especialmente
patético el caso de los marines rusos haciendo de marines americanos en la peor
de las reducciones al absurdo; porque desconocen en la tosquedad la sutileza de
una cultura hedónica y abocada al culto y el cuidado del cuerpo y su belleza. Hay
un problema teórico, que ya descarrila a todo el filme por cuanto afecta a las
actuaciones, en la terquedad intelectualista del director; quien creía que el
actor no tendría que ser profesional —aunque tuvo a los dos mejores para sostenerse—
porque lo que importa sería la presencia humana y su golpe emocional.
La diferencia con experimentos semejantes, que van de la nueva ola francesa
al neorrealismo italiano, estriba en la seriedad; porque en todos los otros
casos, a los actores, profesionales o no, se les exigió actuar bien, con
parámetros altos y no sublimación poética, que para tanto no da la fe. Siquiera
como material de estudio, las hordas de escritores y artistas graduados en Cuba
deberían ver esta película; porque es una vindicación del rechazo visceral de toda
una generación a la burda simplicidad de la cultura bola. Sin embargo, la
superficialidad de semejantes hordas las va a salvar del martirio; porque con
razón, en su superficialidad se negarán a la inhumana atrocidad de semejantes
deberes.