De la Cultura Cubana
Una joven negra camina con
el escritor negro Manuel Granados por una callejuela de la Habana Vieja, en una
noche de luna llena; la joven entorna los ojos y suspira con ensoñación “Te
imaginas, Manuel —dijo—, tú y yo, en esta hermosa ciudad, en el siglo XVIII o
el XIX”; “Sí —responde él con desdén—, tú estarías cocinando o lavando para tus
amos y yo cimarroneando, pues no soporto la esclavitud”. Igual que esa joven
negra, la cultura cubana tiende al autoengaño pertinaz, y a perderse en la
mitología común y pobre; todos los escritores cubanos reconocen la decadencia
de la literatura contemporánea, mas no en la pequeñez de la literatura cubana.
La ruptura que significó el
triunfo revolucionario de 1959 es un desgarrón profundo y eficaz; pero semejante
enormidad carece de significado real para los intelectuales cubanos, que asumen
alguna continuidad de la tradición. Hay una conjunción funesta por lo
inevitable y sus consecuencias, la de una juventud talentosa y vanguardista con
el espíritu revolucionario y su estética; que era legítima, pero moldeó las
nuevas instituciones con el perfil policíaco de los comisarios, clientelistas
como en el capitalismo pero mediocres.
Marx criticó el carácter
utópico de las teorías sociales, encandiló y aún encandila al mundo con el
furor profético de su discurso; es como San Pablo apocalíptico ante el estupor
y la doblez de Pedro, que todo se lo tomó con mayor calma y pragmatismo. Así se unieron en una sola generación la soberbia y el oportunismo, y se acabó
con el arte; y no sólo eso, sino también con la posibilidad de recuperación,
porque el daño fue estructural, profundo, se lo infligieron a sí mismos.
Esa generación creó
adefesios como los talleres literarios y el concepto imposible del asere
intelectual; atacó al grupo editorial El Puente y fue el grupo editorial El
Puente, atacó a Lunes de Revolución y fue Lunes de Revolución; también
Pensamiento Crítico y su víctima, todos iconos de la época y en ello capaces de
exlicarla. No se trata de si la tradición cubana es más o menos extensa,
valiosa y prestigiosa, probablemente lo sea; pero los funcionarios que se
comisionaron, de sólida formación, identificaron la arrogancia de su snobismo con
las necesidades políticas de un utopismo bárbaro.
No se trata tampoco de las
mezquindades con que cada quien integró la infraestructura, impenetrable de
otro modo; es que imperceptiblemente dieron forma a ese realismo seco y
naturalista, que se enseñorea insobornable, destrozando las prosas. El estilo,
proveniente del apogeo literario francés, es tan legítimo y suficiente como
cualquier otro estilo; pero cuando su austeridad tomó visos de trascendencia y
se hizo no ya naturalista sino natural como la fe, quebró con su fuerza la
fragilidad de la literatura.
Un ejemplo de esa crisis
sería la simplicidad sintáctica, con la que ese realismo naturalista rehuye las
fabricaciones complejas; pero si la complejdad gramatical acude gozosa a la
edad de las lenguas, es porque facilita la sutileza en que éstas se hacen más
eficientes y expresivas. No es un fenómeno positivo sino bastante subjetivo, y
por eso carece de racionalidad evidente; pero esa dificultad no es propia del
arte; y evitar la complejidad sintáctica es entonces como retornar a los
mugidos entrecortados del protolenguaje.
En eso consiste la
disolución torpe del arte, en una realidad que se niega a la perspectiva sutil y
la fábrica inteligente; cuando el hombre fue así de simple era como la bestia,
y su entorno era igualmente adverso para ambos; cuando el esplendor del período
minoico se perdió así, fue sólo por el alfabeto que comerciaron los fenicios que
se conoció la epopeya clásica, la cólera increíble de Aquiles. Ya no es posible trazar
coordenadas sutiles y complejas, como las que separan a Carpentier y Lezama
Lima, Piñera y Cabrera Infante; la curva está trazada, pero es entre Orígenes,
en la que colaborara Macedonio Fernández, y El Caimán Barbudo, y el
abismo es espeluznante.
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