Cuando Dios cuestionó a Adán y Eva, está claro
que se trata de la dinámica de un principio arquetípico y trascendental; pero en
ese mismo sentido, la pregunta ni siquiera iba dirigida a la causa del
problema, en la suposición del conocimiento. Más sutil que tan burda reducción,
el problema habría estado en la creencia del hombre de que sabía qué era el
bien y el mal; no había comprendido aún la naturaleza que habitaba y se atrevía,
no ya a la economía artificial de la cultura, sino a su restricción moral.
Desde entonces, no más logra aposentarse un
orden, la vida misma lo sobrepasa en su cultura, siempre popular; como testimonio
de esa potestad de Dios —la vida, lo real o whatever you call it—, como única
posibilidad de plenitud. Este es el caso con Seidi Carrera (la Niña), cantante que
arrasa empujada por la indignación del elitismo intelectual; que la acusa de
machismo y racismo sublimado, en el desparpajo con que recrea la alegría tópica
de esa cultura popular.
El problema con ese elitismo intelectual es que
—en su epigonato— cree saber algo, no que tenga algo que aprender; y por eso
insiste en su suprematismo moral, como religiosos convencidos, que es en lo que
ha devenido la suposición de inteligencia. El único problema con esta
contradicción es su misma perpetuidad, en que la realidad ignora la pretensión
de trascendencia; porque mientras las élites persisten en su especialización,
ignoran que las cosas existen por sus propia razones, no por las que les atribuyen.
Como ese moralismo, los comunistas impusieron
su moral socialista, tomada del principio mismo de moral; que de católicos a puritanos
ha conseguido distorsionar la vida moderna, tras las convenciones que
constriñen a todos. Los revolucionarios forzaron a las prostitutas en cursos de
costura, como los dominicos franceses las encerraron en conventos; porque este
elitismo no comprende que negar la realidad en una pretensión de trascendencia no
sólo es inútil en lo soberbio; también es imposible, porque la trascendencia
sólo existe como condición de lo inmanente, que es además siempre concreto.
El panteón yoruba abunda en imágenes de este
tipo de confrontación, en la que siempre gana la impune realidad; porque como
potestad de Dios, viene en hombros de las paradojas con que todos se
contradicen entre sí. Lo mismo si Yemallá se alza imponente contra la prepotencia
de Oggún y Shangó, encompinchados contra el vicio; que si Oshún extiende su
falda sobre prostitutas y esposas, porque administran el placer con que se
gobierna el mundo.
Si Seidi la Niña explota subproductos tópicos
de la cultura, es porque estos tienen una razón de ser en su existencia;
comprender eso permite explotarlos en función de esa isma existencia, e ignorar
esta función es pretencioso y absurdo. El prejuicio tiene una función como base
del juicio, y el mal está en reducirse a él ignorando el juicio, no en
reconocerlo; porque esta existencia suya es la que permite desarrollos lógicos,
y no absurdos como esas fantasías elitistas en que decae la Modernidad.
Es por eso que la realidad excede en sus
estratos más humildes toda pretensión, que es en su naturaleza trascendente;
porque la realidad sabe que la única consistencia posible está en su
inmanencia, no en la fantasía con que la niegan. Seidi la Niña puede disfrutar
de este triunfo improbable, concedido a ella por su grandiosa madre, en su
propio misterio; mientras estos puritanos blanden su hipocresía, creyendo que
saben distinguir el bien del mal, mientras se dañan a sí mismos.
Esto es precisamente lo que el negro aporta a Occidente, renovándolo en la decadencia de su puritanismo; y justo en el orden hermenéutico que proveen sus panteones, como narraciones del drama cósmico en que se resuelve la realidad. Ignorarlo no es grave en lo pretencioso sino como daño existencial, porque es persistir aferrado a lo que se va; en vez de aprovechar esta posibilidad gloriosa del ser pleno y natural, que se distancia de la fatuidad de ese elitismo, aferrándose a lo real en su consistencia.
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