De la serie de Gustavo E. Urrutia
La diferencia no es sólo extraña sino también funcional, que
es lo que los hace a ambos importantes en esa ilustración; uno en la
organización de una cosmología en el valor dramático de lo real, cuya
antropología aflora en su literatura; el otro en la comprensión de esa
cosmología, e implementándola minuciosamente, en el escueto artículo de
opinión. Por eso Urrutia no puede atreverse nunca —tampoco le importa— en un
proyecto como el Ensayo político[1]
de Morúa; pero puede empujar esa visión, como no puede hacerlo el otro en
su excelencia literaria, hablando al hombre común.
Esta persistencia debería
llamar la atención sobre su naturaleza, al menos en el caso de los negros
cubanos; que desde que Morúa presidió el senado, sólo con Batista —y nunca más—
alcanzaron alguna preeminencia política. Batista significa algo, que es más
serio que la supuesta veleidad de un pueblo al que nadie se molesta en
comprender; y ese secreto estaría en esta sombra socarrona, que lo sigue como
un sesenta y cuatro con que tropieza recurrente el país.
Esto es importante, porque desvía a Cuba la posibilidad
de desarrollo que se hace imposible en Estados Unidos; ya que lo humano no
puede concretarse en esa violencia de la subyugación, si depende de la voluntad
para relacionarse. Eso significaría la fuerza de Batista, comprensible en el
razonamiento increíblemente liberal del conservadurismo de Urrutia; y es el
tipo de sutileza que, en su extrema practicidad táctica, que escapa a las
grandes cosmologías como la de Morúa y su literatura.
Hay un detalle en la alegría con que Urrutia se refiere a
Nicolás Guillén, no importa la evidente divergencia ideológica; y que recuerda
la persistencia subrepticia con que Guillén mantiene en la Cuba revolucionaria
las memorias de Lino Dou y Morúa. Se trata de una identidad, que no siendo
política tampoco es racial —en ese mismo sentido ideológico— sino existencial;
aunque esta existencialidad provenga —como pragmatismo— de su experiencia, en
la depauperación política de su raza. Es el mismo y callado esfuerzo —puede que
inconsciente— con que Fernández Robaina los recoge a todos y los ordena; no
importa si lo hace solapado, en ese contexto de la Sociedad Aponte, que otros
aprovechan para jinetear a los negreros norteamericanos.
[1] . Se
refiere al Ensayo político o Cuba y la integración racial.
[2] . El racismo
y el prejuicio racial serían categorías distintas, referido uno a la organización
de la sociedad como principio, y el otro a un atavismo cultural con prácticas
concretas; en este caso, el prejuicio racial cubano se subordinaría por
principio al integracionismo de la cultura ibérica, mientras su racismo lo
haría al mimetismo de la alta burguesía cubana del segregacionismo
norteamericano.
[3] . La
estratificación excesiva del racionalismo moderno tiende a identificar a la
burguesía como una clase única, que desconoce su misma formación; con la alta
burguesía generada a partir de la especialización financiera de una parte suya,
que le permite sustituir a la aristocracia tradicional, con la transformación
del capital, de militar a financiero.
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