Thursday, February 27, 2025

Ontología cubana, carta de afecto y respeto al Dr. Antonio Torres Zayas

 
¿Sería
la patria igual de no haber sido
por la sangre?
¿Sería la misma sin la música del
Grave corazón de Africa?
Eliseo Diego


Cualquier tradición de ontología es más efectiva si de origen africano que occidental, por su realismo práctico; que la adecua constante en su comprensión progresiva de la realidad, antes que en el dogma de una abstracción. Esto es importante, como determinación hermenéutica de esa comprensión de lo real, que resuelve como ontología; con una eficiencia que es existencial, en su determinación a su vez de lo real en cuanto humano, como cultura.

De ahí el defecto intrínseco de la antropología cubana, en su comprensión del fenómeno negro en su cultura; como un vicio infligido en su misma fundación, por ese ascendiente idealista de la burguesía cubana, en su blancor. El problema viene entonces desde el determinismo político de la historia en Cuba, no ya con Ortiz sino con Delmonte; condicionando al negro a su humanismo Ilustrado, con contradicciones como la de Plácido y Manzano alrededor suyo.

Por eso la centralidad del blanco en la cultura cubana, lastrando la proyección política de su mestizaje popular; y con ello la concreción definitiva en una identidad, que provea una ontología existencial y no política. Por eso también entonces, que la expresión artística —como política— responda a esa misma ineficacia reflexiva; como cuando Eliseo Diego justifica la existencia del negro en esa trascendencia histórica de la patria, en el gesto ya habitual.

Primero, habría que preguntarse en la estupefacción, quién es Diego para sancionar esta constancia del negro en Cuba; bien que divino en su poesía, no está hecha esta de realidad, sino que asienta su belleza en lo formal, como reflexivo; pero es en ello banal, como toda pretensión humana, sobre todo cuando trata de sancionar a otro humano. Diego no hace sino expresar esa dinámica cultural, por la que es el blanco y no el negro es quien habla por el negro; reteniendo y manejando los recursos para ello, desde aquellos tiempos del polémico Delmontismo.

Ese determinismo es ineficiente, justo por el ascendiente idealista, que distorsiona a todo Occidente desde Platón; y al que sólo el pragmatismo africano puede adecuar, compensando el exceso que le diera lugar desde el cataclismo minoico. El problema es lo político, que siendo sólo expresión —de la cultura como praxis existencial— deviene determinación; comunicando estas distorsiones a toda su comprensión de lo real, en abstracciones como la del Bien común, en su imperativo kantiano.

La cuestión con esto, es que desconoce la naturaleza atómica de la sociedad, como proyección propia del individuo; que retiene su potestad, condicionando lo real a la satisfacción de sus necesidades, efectivas en lo existencial, no políticas. De hecho, contra un romanticismo africanista, este es el mismo problema de la tradición religiosa contra la hechicería; como potestad del individuo, en la sobreposición de sus necesidades —en tanto existenciales— a las políticas; no sólo en la vigilancia inquisitorial de los católicos, sino también en la no menos letal de asociaciones como las de ogbonis.

Como expresión política —de esa praxis existencial de la cultura—, el arte reflejará esta dualidad en su madurez; como en el existencialismo de Georgina Herrera, que no se justifica en el trascendentalismo histórico de la patria. Dada la peculiaridad de las presiones políticas, en ese entorno de la cultura cubana, esa madurez no es posible a todos; reteniendo en muchos la cadena de esa justificación trascendental, impuesta desde el Delmontismo a toda identidad.

No obstante, el cimarronaje no es una realidad paralela, impuesta a la convencional como su trascendencia; ya que como principio —incluso ontológico— la trascendencia es sólo una condición propia de lo inmanente. Eso explica la proyección social —y no a la inversa— del individuo, sólo individualista en su coerción al colectivismo; pero más importante en esta estructura de lo real como cultura, alimentando el cimarronaje en su falencia inmanencial. En efecto, el cimarronaje es la vuelta al origen en el caos inicial del Monte, al que se precipita lo real en su falencia; cuando sus estructuras colapsan en el Idealismo por su ineficacia política, liberando la humanidad que apresan.

Eso significa que el Monte está en el espacio interior del negro, que accede al mismo en su experiencia existencial; y que en la confluencia progresiva, va conformando ese espacio como colectivo, armónico en el atomismo potestativo. De ahí la emergencia de una Negritud coherente, emanando —como todo cimarronaje— de su dificultad existencial; no de abstracciones convencionales, como el Bien, la Patria o la Dignidad, sino del bien concreto de la existencia misma.

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