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Thursday, July 3, 2025

Torres Zayas, poste de Legba y espalda de Lachatañeré

En Cuba acaba de ocurrir un suceso minúsculo pero trascendental, reflejando un desarrollo apoteósico de su cultura; y es la entronización de Ramón Torres Zayas como director del Instituto de Antropología, del que era subdirector. Lo único comparable a esto es la elección —tras diecisiete años— de un director negro para la NACAAP, en Estados Unidos; con la salvedad de que este caso afecta a toda la cultura nacional, y no sólo la expresión política de un segmento, como en ese caso.

En Cuba esta corrección es sísmica, porque promueve la comprensión del negro por sí mismo, no en su patrocinio; a lo que Torres Zayas une una formación mayormente autodidacta, que lo aleja de las convenciones académicas. Con todo, esta promoción no es simbólica sino efectiva, pues Torres se ha desarrollado en el trabajo constante; de modo que no se trata de justicia poética, sino de una adecuación que corrige los defectos estructurales de la antropología cubana.

Así, Zayas tiene el destino de Anténor Firmin en la antropología haitiana, sosteniendo la renovación de Occidente; y lo tiene sobre la espalda de Rómulo Lachatañeré, ninguneado desde ese paradigma en el convencionalismo de Fernando Ortiz. Torres es además un jerarca Abakuá, garantizando el respeto a la más probable espina dorsal de nuestra cultura; pudiendo reflotar el alcance de nuestra Negritud, desde la madurez y suficiencia que le faltara en su primera floración.

En ese sentido, Zayas ha de hilar muy fino, por el espesor de lo político en la actualidad de la cultura cubana; no importa si perece en esa ambigüedad de los sacrificios, pues ya su destino de Firmin se cumple en su nombramiento. También ha de lidiar con el tráfico negrero de la academia, a la que está expuesto en la precariedad presupuestaria del país; pero cuenta con la dignidad de su experiencia, y seguro también con la unción de todos los tambores de Cuba al África.

En todo caso, Torres Zayas no tiene que demostrar nada, pues todo es ya visible con este triunfo sobre el irrespeto; como un reconocimiento no ya a él mismo sino a su capacidad, depositada en él por todos los que le han antecedido. Ciertamente, con ese ceremonial de lo político, Zayas tendrá menos tiempo para investigar, ante la obligación de asegurar recursos; pero en eso también está ahí, visible como el poste de Legba en el Vudú, para el asesoramiento y la formación de los pinos nuevos.

La alegoría no es gratuita, porque Zayas está gestando con manos de partera la dimensión del mestizaje cubano; lo que ya era importante pero no suficiente, porque le faltaba la dimensión histórica, que trasciende al independentismo. También deberá comprender —o hacer que se comprenda— la función del conservadurismo negro, como su mejor aliado; porque este conservadurismo no es ideológico sino funcional, en esa precariedad que lo preservó a él en su marginalidad.

Será por esta funcionalidad que confluye con la otra del conservadurismo liberal, en ese oxímoron de lo político; que hace al liberalismo alzarse en custodio de la moral, como la cultura evangélica desde la violencia de San Basilio. Aún ahí, el conservadurismo negro se diferencia del liberal, por esa precariedad en que debe preservar sus recursos; mientras el otro desciende al mismo valor ideológico del conservadurismo convencional, en el Idealismo.

Así, el mejor instrumento que tiene el doctor Zayas, es esa inteligencia del pragmatismo popular como cultura; que le ha permitido atravesar la teluridad de las pugnas institucionales, en una entidad necesitada además de recursos. Es aquí sin dudas donde se probará la inteligencia de Zayas, no ya en su agudeza para la singularidad etno-antropológica; sino en la otra, que asegure su propia continuidad, a la vez que impone el carácter y peso a la antropología cubana.

Monday, March 3, 2025

El evangelio de San Andrés

Una de las figuras más enigmáticas, controversiales y atractivas de todo el Cristianismo, es la de Judas Iscariote; que como apóstol de Jesús, cumple la más extraña de las misiones en el plan de salvación, con la entrega del Mesías. Eso, por supuesto, forma parte del mito fundacional de esa religión, como base a su vez de la cultura Occidental; y ese será también el caso de Andrés Petit, como apóstol de la cultura afrocubana, a la que habría abierto su negritud.

Como el caso de Judas, el de Petit incluye el trasiego de monedas de oro, a cambio de acceso al secreto salvífico; que en el cristianismo consiste en la ejecución misma de Jesús, y aquí se refiere a la integración del blanco cubano. Esto es muy interesante, porque no se trata de la integración del negro en una cultura blanca, sino a la inversa; pero en un movimiento que diluiría la profundidad cosmológica de esa cultura negra, en su adecuación de la otra.

En definitiva, como naturaleza, el mestizaje es incluso una fatalidad en Cuba, sólo frustrada en su expresión política; pero no como realidad, que es lo frustrado en esa expresión, acaparada por su seudo aristocrática clase media. De ahí la efectividad de esa transacción de Petit, permitiendo la integración definitiva del blanco en lo negro; que no es que no fuera traicionera, sino que esa es su función, en la ambigüedad propia de todo lo real. Otra cosa habría sido mantener la escinción política, por la que el blanco no accedería nunca a esa negra profundidad; con esa vigilancia de la seudo aristocracia —no de la burguesía—, con sus convenciones políticas sobre el Bien y el Mal.

En esto, si la integración del blanco conduce al desplazamiento del negro, tocará al negro su corrección; para lo que requiere ese acceso directo, que consiste en la conciliación de ambas cosmologías, en lo existencial. Eso es un fascinante, porque se resuelve en la potencia absoluta de la cultura como existencial, sin gastarse en lo político; también en definitiva, el determinismo religioso de eso político no es menos perverso que el económico, sólo más dúctil; permitiendo el atomismo de lo social, que el económico diluye en su solución política, por el poder de su corporativismo.

Esa dinámica esconde sutilezas, en la otra ambigüedad política de la clase media, actuando como seudo aristocracia; que en ello manipula a la clase popular, en su propia competencia —de intereses políticos—contra la burguesía. Es ahí donde el determinismo económico debilita la estructura cultural, desplazando su alcance existencial con el político; sólo salvable por la consistencia de esa clase popular, en la emergencia religiosa, pero sobrepuesta a la religión.

A esa paradoja responde el carácter misterioso y controversial de los apóstoles incomprensibles, como Judas y Petit; y es por eso que se resuelve en la regla singular del Mayombe (Monte) como Kimbisa, en los trasiegos litúrgicos del Fambá. No bastaba —en lo trasatlántico— el sacrificio de Sikán, hacía falta también el de su proyección etnológica (Abakuá); creciendo en una reinterpretación criolla del cosmos, que es la cultura como realidad, en su valor estrictamente humano.


Sunday, March 2, 2025

La sociedad Abakuá y el estigma de la criminalidad (reseña)

Como exceso de la tradición idealista, desde el absolutismo hegeliano, el Materialismo Histórico apunta a una necesidad; que es la de un ajuste crítico, desde las referencias históricas de lo real, a lo que es entonces el desarrollo dialéctico. Por supuesto, en eso mismo el Materialismo Histórico será insuficiente, encerrado en el bucle lógico de la dialéctica; pero es un primer estadio, en dirección a un realismo en esa comprensión de lo histórico, desde una determinación transhistórica.

Por supuesto, la presión del pensamiento dialéctico dificulta aquí la eficacia analítica con sus falsas dicotomías; como la de la objetividad o subjetividad de los valores, no comprendidos en su objetividad relativa. Aquí resalta el reconocimiento del carácter alternativo de las convenciones religiosas, al llamado “nivel micro”; que no es sino esa consistencia de lo social en lo individual, como potestad de las personas concretas.

En este sentido, se trata de explicar la función religiosa por su importancia social, como un fenómeno político; legitimando al Abakuá, conocido por su marginalidad, en el mismo trascendentalismo del mito fundacional; no ya política sino sociológicamente, dada la crisis del determinismo político, resuelto ahora como religioso. Esto es lo que hace valioso el trabajo de Ramón Torres Zayas y Odalis Pérez Martínez, en La sociedad Abakuá y el estigma de la criminalidad; incluso con el tributo a la incomprensión benigna —y aun así admirable— de ese racismo sublimado, de Fernando Ortiz a Lydia Cabrera.

El libro bordea estas dificultades, propias de su entorno político, sentando las bases para un desarrollo posterior; cuando creadas sus propias referencias críticas, el pensamiento negro emerja en su suficiencia, también política. Hay también en este libro minucias discutibles, como la nota marginal sobre del concepto de sincretismo; pero que en vez de digresivas, hacen el acercamiento más enjundioso, provocando esos tan necesarios referentes críticos.

Entre otras cosas, Zayas y Martínez, describen la contracción de la religión a lo privado como una contradicción; ya que en su institucionalidad, esta práctica provee regulaciones importantes a la organización de la sociedad. Sería sin embargo esto, como aquella objetividad relativa, lo que resuelva el carácter atómico de la sociedad, en el individuo; como ya se habría visto, en la vigilancia institucional de estas mismas religiones —y el Catolicismo— sobre la hechicería.

Pero es importante ahí este reconocimiento mismo del fenómeno, en esa ambigüedad, que relativiza la contradicción; explicando la falsa contradicción de lo individual y lo colectivo, que justifica en el trascendentalismo la coerción individual. En verdad, el libro avanza un ajuste importante del fundamento materialista en la comprensión de este fenómeno; y en este sentido, se aclara la función super estructural de la religión —como la describe el Marxismo—, pero como infraestructura.

Esta es una de las sutilezas que complican la comprensión marxista de lo real, por su dependencia del Idealismo; haciendo que este libro sea importante, al circunvalar los problemas prácticos y concretos de este acercamiento. Estos parecen así pasos pequeños —el libro es de hecho pequeño—, pero definitivos en ese valor referencial; siendo significativo que se den en función de la cultura negra, sin distorsionarlo como objeto propio de la cubana.

En este sentido y bien temprano en el libro, los autores consiguen una crítica de la crítica de la religión en Cuba; establecer una base epistemológica, tan necesaria para un acercamiento objetivo —en lo posible— al fenómeno. Se trata por tanto de un acercamiento novedoso, aún si reivindicacionista, dado que no romantiza la marginalidad; sino que se aclara el vínculo con el crimen, como correlacional —dada la marginalidad— pero no causal.

Esto permite la exposición de las funciones lógicas de esa estructuralidad cultural, en su emergencia política; permitiendo un espacio incluso institucional, para la reflexión de lo negro por lo negro, en el que desarrollar su comprensión. Como ejemplo, los autores avanzan un análisis soteriológico, que equipara el sacrificio hiper cruento (humano) al cristiano; como la base de una realidad trascendente, organizada en el sentido existencial de la religión, como político.

Como defecto, muy secundario, el análisis dificulta su fluidez con esa convencionalidad del academicismo cubano; con términos innecesariamente áridos, como “problemática” por “problema”, sólo salvados por el interés de su objeto. Sin dudas, una edición contemporánea, fuera de ese ámbito del academicismo cubano, lo beneficiaría; pero esto es por lo pronto un acercamiento suficiente, dentro de lo que se puede hacer en esa circunstancia.

Thursday, February 27, 2025

Ontología cubana, carta de afecto y respeto al Dr. Antonio Torres Zayas

 
¿Sería
la patria igual de no haber sido
por la sangre?
¿Sería la misma sin la música del
Grave corazón de Africa?
Eliseo Diego


Cualquier tradición de ontología es más efectiva si de origen africano que occidental, por su realismo práctico; que la adecua constante en su comprensión progresiva de la realidad, antes que en el dogma de una abstracción. Esto es importante, como determinación hermenéutica de esa comprensión de lo real, que resuelve como ontología; con una eficiencia que es existencial, en su determinación a su vez de lo real en cuanto humano, como cultura.

De ahí el defecto intrínseco de la antropología cubana, en su comprensión del fenómeno negro en su cultura; como un vicio infligido en su misma fundación, por ese ascendiente idealista de la burguesía cubana, en su blancor. El problema viene entonces desde el determinismo político de la historia en Cuba, no ya con Ortiz sino con Delmonte; condicionando al negro a su humanismo Ilustrado, con contradicciones como la de Plácido y Manzano alrededor suyo.

Por eso la centralidad del blanco en la cultura cubana, lastrando la proyección política de su mestizaje popular; y con ello la concreción definitiva en una identidad, que provea una ontología existencial y no política. Por eso también entonces, que la expresión artística —como política— responda a esa misma ineficacia reflexiva; como cuando Eliseo Diego justifica la existencia del negro en esa trascendencia histórica de la patria, en el gesto ya habitual.

Primero, habría que preguntarse en la estupefacción, quién es Diego para sancionar esta constancia del negro en Cuba; bien que divino en su poesía, no está hecha esta de realidad, sino que asienta su belleza en lo formal, como reflexivo; pero es en ello banal, como toda pretensión humana, sobre todo cuando trata de sancionar a otro humano. Diego no hace sino expresar esa dinámica cultural, por la que es el blanco y no el negro es quien habla por el negro; reteniendo y manejando los recursos para ello, desde aquellos tiempos del polémico Delmontismo.

Ese determinismo es ineficiente, justo por el ascendiente idealista, que distorsiona a todo Occidente desde Platón; y al que sólo el pragmatismo africano puede adecuar, compensando el exceso que le diera lugar desde el cataclismo minoico. El problema es lo político, que siendo sólo expresión —de la cultura como praxis existencial— deviene determinación; comunicando estas distorsiones a toda su comprensión de lo real, en abstracciones como la del Bien común, en su imperativo kantiano.

La cuestión con esto, es que desconoce la naturaleza atómica de la sociedad, como proyección propia del individuo; que retiene su potestad, condicionando lo real a la satisfacción de sus necesidades, efectivas en lo existencial, no políticas. De hecho, contra un romanticismo africanista, este es el mismo problema de la tradición religiosa contra la hechicería; como potestad del individuo, en la sobreposición de sus necesidades —en tanto existenciales— a las políticas; no sólo en la vigilancia inquisitorial de los católicos, sino también en la no menos letal de asociaciones como las de ogbonis.

Como expresión política —de esa praxis existencial de la cultura—, el arte reflejará esta dualidad en su madurez; como en el existencialismo de Georgina Herrera, que no se justifica en el trascendentalismo histórico de la patria. Dada la peculiaridad de las presiones políticas, en ese entorno de la cultura cubana, esa madurez no es posible a todos; reteniendo en muchos la cadena de esa justificación trascendental, impuesta desde el Delmontismo a toda identidad.

No obstante, el cimarronaje no es una realidad paralela, impuesta a la convencional como su trascendencia; ya que como principio —incluso ontológico— la trascendencia es sólo una condición propia de lo inmanente. Eso explica la proyección social —y no a la inversa— del individuo, sólo individualista en su coerción al colectivismo; pero más importante en esta estructura de lo real como cultura, alimentando el cimarronaje en su falencia inmanencial. En efecto, el cimarronaje es la vuelta al origen en el caos inicial del Monte, al que se precipita lo real en su falencia; cuando sus estructuras colapsan en el Idealismo por su ineficacia política, liberando la humanidad que apresan.

Eso significa que el Monte está en el espacio interior del negro, que accede al mismo en su experiencia existencial; y que en la confluencia progresiva, va conformando ese espacio como colectivo, armónico en el atomismo potestativo. De ahí la emergencia de una Negritud coherente, emanando —como todo cimarronaje— de su dificultad existencial; no de abstracciones convencionales, como el Bien, la Patria o la Dignidad, sino del bien concreto de la existencia misma.

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