Nacido en Francia 1887, Marcel Duchamp es sin dudas la
inflexión con que el arte pasa de moderno a contemporáneo; lo que se ve en las
paradojas del desarrollo que lo trasciende a él mismo, volviendo dogma su anti
dogmatismo. Esa sola contradicción bastaría para probar la inconsistencia de
todo el arte contemporáneo, que cuelga de sus hombros; como última expresión,
al fin y al cabo, de esa naturaleza contradictoria e inestable que es Europa
desde Westfalia (1648).
Lo que está ocurriendo en la segunda mitad del siglo XIX,
es la disolución de la Modernidad en lo contemporáneo; explicando esas
filiaciones del mismo Duchamp con el Dada, al tiempo que el Simbolismo derrota
al parnasianismo. En Cuba, Carlos Enríquez, sobrepasado por su propia
teluridad, se preciaba de que el arte plástico se hacía subjetivo; sólo que Duchamp,
con su excelencia técnica, carecía de la violencia existencial del experiencialista
(¿Dasein?) Enríquez; al punto de que este puede adecuarse en un criollismo
temático, mientras que el francés sólo puede intelectualizarse en el concepto.

Es así cómo influye el contexto, con el llamado Nuevo
Mundo en la potencia de Occidente, ante la vetustez europea; que es el problema
de Duchamp, recipiente de una tradición de artesanía familiar, retraída ante el
avance de la fotografía. Duchamp es un artesano, empujado a la intelectualidad
por la creciente falta de sentido de su oficio para la clase media; que como
las artes en general, rinde a la filosofía política el formalismo, vacío ya del potencial económico de esa clase.
Recuérdese que, siquiera potencialmente, el arte suplía las
necesidades reflexivo existenciales de la cultura; constreñidas por la
filosofía desde el empujón cartesiano, ya paroxístico de Spinoza a Kant y de
este a Hegel. Ese suplemento era necesario, porque la complejidad de su objeto
lo hacía inaccesible, en la impopularidad teológica; pero desparramado desde el
mismo año uno del 1900, cuando Plank postula la discreción cuántica, y pone en crisis
la física clásica.

La física, como inmanencia propia de lo real en su
naturaleza, es el objeto reflexivo del arte en su carácter formal; y esta es
pues la crisis resuelta por Duchamp, transitando desde el pragmatismo artesanal
al extremo formalismo cubista; a donde llega luego de una estación fauvista, en la que probablemente sea su estapa más prolífica. Eso sin embargo es en una huida de la vaciedad, que
lo obliga al falso refugio del intelectualismo, no una posibilidad; y lo
problemático es ese intelectualismo postmoderno, como objeto de consumo,
producido por y para la clase media; con el que esta justifica su
injustificable inmanencia, interfiriendo en la continuidad funcional de la
burguesía y el proletariado.

Es difícil afirmar qué ocurre dentro de la cabeza de
nadie, pero la parábola de Duchamp se agota en el urinario; que no da lugar a
nada nuevo o creativo en él desde entonces, sirviendo como punto final de su
experiencia vital. Todo el conceptualismo posterior cuelga de ese artefacto,
pero como desde el pomo de una puerta abierta al vacío; que sería la decepción
de un artesano, obligado a una intelectualidad tan profusa como ajena, en el
comercialismo.
De ahí esos sin sentidos de los contemporáneos, tratando
de congraciarse con la burguesía con discursos humanistas; pero tan patéticos
en el esfuerzo —de bufón ya viejo— que ni siquiera puede ver que se trata de
una falsa burguesía; porque es sólo la alta clase media, que los mira con desdén,
como ellos miraron a los artesanos en su intelectualismo. De nada de eso se
puede acusar a Duchamp, cuya inflexión es la del tiempo, pero cuando este es
más grande que él; aplastando su inmanencia
de pintor con el esplendor transhistórico, como una cubeta de vacío sobre la posteridad.
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