De la comprensión de lo real III
El big ban es una teoría que explica en términos científicos una metáfora religiosa, como la de la creación; y como tal se ha mantenido, en tanto referencia estable para la comprensión del universo, en esos mismos términos. Sólo recientemente ha mostrado ciertas inconsistencias, sobre la base de esos mismos datos científicos que aporta; lo que no alcanza a negarla, sino que la solo reduciría al valor relativo (referencial) que siempre debió haber tenido.
Igual que el Big ban, la objetividad
de lo real se hace relativa respecto a su determinación a nivel de partículas;
pero eso no alcanzaría a negarla, ya que en definitiva se trataría de un
parámetro para su misma comprensión. Así, lo real es independiente de su
representación, aún si esta representación es una extensión suya; ya que dicha
representación no tiene un vínculo directo con esa realidad, sino a través del
sujeto que la comprende y como una propiedad de este.
La diferencia estribaría en la
consistencia misma del objeto, en tanto real y en sí, o cognitivo y propio del sujeto;
ya que en un caso tendría una consistencia propia —que le hace objetivo—,
siquiera relativamente; mientras que en el otro esa consistencia la toma del
sujeto de conocimiento sería propia de este, aunque igual de relativa. Como la
del Big ban y la creación, la metáfora recurrente aquí sería la del nombrar las
cosas por Adán (el hombre); en el sentido de otorgarles en ello una función —como
capacidad relacional—, dentro del espectro de la cultura como realidad.
En términos puntuales, eso quiere
decir que un objeto (como el color rojo) sí tiene valor objetivo propio; aunque
los límites que lo definen sean porosos y ambiguos (inexactos), como un valor
aproximado. Es decir, a grandes rasgos, la percepción del color puede diferir
de una persona a otra solo en grados; partiendo del parámetro más o menos común
de la percepción del color en las personas, teniendo en cuenta su sensibilidad
peculiar al respecto.
Lo que es absurdo es atribuir valor
absoluto a esa objetividad, como inalterable para todo sujeto de observación;
que divergiendo, desde una simple anomalía óptica en un ser humano, incluye la
distinta sensibilidad de otros seres no humanos. Esta objetividad se debe a que
los atributos que hacen al color son propios de la cosa que lo emite, siquiera
en su relación con la que lo percibe; y es esta relación peculiar, incluso como
convención, la que establece esta objetividad suya, siquiera relativa.
Al respecto, el mismo concepto de
localidad es ambiguo, no teniendo en cuenta el carácter superpuesto de la
realidad; que como estado, hace de ella un fenómeno siempre local (puntual) y
específico. Esto se cumpliría, incluso si afectado por otros fenómenos a considerable
distancia, como más allá del segundo-luz; ya que lo que se interpone entre un
fenómeno local y un evento distante es la locación, superable o no por ese
evento, según sus propias condiciones, y no por el fenómeno local.
Por ejemplo, es poco probable que
el aletear de una mariposa se sobreponga al Monte Fuji, afectando a los
fenómenos de su ladera opuesta; porque en términos estrictamente físicos, la
turbulencia provocada por ese aleteo es absorbida por su propio entorno, que la
sobrepasa en su propia objetividad. No sería ese el caso tratándose de eventos
cuánticos, que ocurriendo a nivel de determinaciones de lo real —y como lo real
en sí— tiene otro tipo de proyección; en la que no intervienen las dimensiones
físicas (espaciales), que sí afectan al aleteo de la mariposa por su carácter
dimensional.
La teoría del caos es algo mucho
más profundo, aludiendo al principio de indeterminación de lo real; que siendo
también real en sí mismo, lo es en otra dimensión distinta de la física
(positiva), como metafísica (negativa) o extrapositiva. Aquí radica la
importancia de la base hermenéutica de los clásicos, e incluso del orden
etimológico en los conceptos; que ordenándolos funcionalmente —como en los
clásicos— permite esa comprensión ordenada de sus objetos, sin afectarlos en su
realidad. De ese modo, la metafísica posibilitaría (siquiera como principio)
esa disociación de funciones físicas (positivas); permitiendo la comprensión de
objetos y fenómenos metafísicos como extrapositivos, más efectivamente que la
simple distinción de grado que supone la física cuántica.
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