De los problemas en la comprensión profunda de la realidad
El problema con los debates de la física cuántica no es el bizantinismo, natural a su nivel de hiper especialización; sino la excelencia retórica, como la de San Agustín enfrentando al maniqueísmo, e introduciéndolo así en el catolicismo. Quizás deba completarse el ejemplo con el hecho de que San Agustín no era filósofo ni teólogo, sino abogado; que es por lo que sus argumentos contra el maniqueísmo eran retóricos (ideológicos) y morales —con su referencia a la tradición—, no filosóficos ni teológicos.
A diferencia de San Agustín, los
científicos que debaten la física cuántica sí son físicos y no meros abogados;
pero igual que los economistas del siglo XIX, dirigen sus argumentos a la
demostración de sus tesis, no a contrastarlas en la crítica. Es en esto en lo
que dichos argumentos devienen retóricos y de valor ideológico, como los de San
Agustín; demostrando, en el alud impenetrable del bizantinismo, que son ellos y
no el contrario quien tiene la razón.
A diferencia de los tiempos del
catolicismo álgido, estos de la ciencia álgida carecen de un emperador al que
convencer; por lo que la autoridad se rota entre ellos mismos, concediéndose
los premios según la terna en el podio. Los congresos científicos son así como reuniones
de comadres, aplicándose mutuamente champú y tinte; sin que se pueda confiar
mucho en ninguno, aunque no tanto por la falta de consistencia en sus
argumentos como por la obstinación que los distorsiona.
No es gratuito que los debates
científicos semejen los económicos, y que ambos semejan a los teológicos; de hecho, todos semejan a la
decadencia sofista de la antigüedad, y justo por ese valor retórico e
ideológico. Se trata de la distorsión natural, en que las personas no pueden
superar sus propias referencias, dándoles valor absoluto; lo que ocurre porque
no se las asume en su función propia, que es referencial, y por la que serían de
valor relativo en el alcance.
El problema es que esta inmersión
voluntaria obedece a los intereses de la especialización, no sus objetos; y por
los que esos especialistas se establecen como una clase, con intereses propios
e igual de especiales. Son esos intereses los que ya tienen poco que ver con lo
real, en el sentido de la realidad primera que proveyó esos objetos; alrededor
de los cuales han creado entonces sus propias realidades, por esos intereses
creados como proyección de los mismos.
Entender esto daría acceso a la
comprensión mayor de la naturaleza humana, asumiéndola en toda su inmanencia;
que es la única forma en que de hecho trasciende, incluso como corrupción
recurrente de toda salvación. Lo curioso es que este estancamiento reproduce —como
el sofístico— el de la escolástica, al momento de Descartes; por lo que es
dable el surgimiento de una personalidad suficiente, que en cerca de un siglo
destrabe la situación.
Curiosamente también, contrario a
Descartes, esta persona debería carecer de medios que le faciliten la
formación; porque es en la formación que se introducen los vicios, por los que
la ciencia se estanca en su pernicioso dogmatismo. Por supuesto, en tiempos de
Descartes esa formación convencional era imprescindible, no habiendo otro
acceso al conocimiento organizado; pero esa es la contradicción, por la que al
final el mismo Descartes reproduciría los vicios (escolasticistas) que
corregía, inducidos en esa formación suya.
Contrario a esos tiempos, hoy día
hay accesos alternos a ese conocimiento, que permiten una formación singular;
por la que al fin pueda al científico sobreponerse a los vicios de la formación
convencional, a salvo de la corrupción dogmaticista. Es difícil, esa alternativa
viene junto a otro alud de intereses, capaces de distraer a los mismos monjes fanáticos
de San Basilio; cuanto más podrán con la debilidad introducida por el humanismo
moderno, aunque eso no justifique los estropicios de su institucionalismo.
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