Si la computadora personal fue una
apoteosis, su valor exponencial no perdía la racionalidad lineal y era
predecible; era el fin lógico al que conducía la eficacia tecnológica de la
postmodernidad, explicando sus cambios. La de la inteligencia artificial es
otro tipo de apoteosis, cuya exponencialidad alcanza los niveles caóticos del
entrelazamiento cuántico; porque ya se trata de la determinación misma de la
cultura como realidad, pero más allá de toda racionalidad posible.
En definitiva, la cultura es una
realidad en sí desde sus mismos comienzos en la sociedad primitiva, del
paleolítico; y es absurdo pensar que este desarrollo no haya sido exponencial, desde
el neolítico al dominio del espacio. Sin embargo, ni los predecibles avances
científicos, ni el peligro de apocalipsis atómico que produjeron estos avances;
nada nos ha preparado para esta hiper exponenciación, en que nuestra propia
expresión cede al empuje tecnológico.
En toda la institucionalidad de la
cultura y la política, nadie —editoriales, revistas, universidades— sabe cómo
reaccionar; su convencionalismo está siendo sobrepasado por la creación de una
inteligencia artificial, que todavía defectuosa ya es amenazante. Eso es grave,
más aún en el caso del arte que en el del fraude con y ensayos científicos, que
sólo muestran cierta picardía; porque el arte no es un simple medio de
comunicación como estos, cuya función hace deseable este desarrollo inesperado.
Contrario a esa convención de las
tesis y ensayos científicos, el arte cumple en su expresividad una función; que
es gnoseológica, en su reflexión de la realidad, como soporte externo de la
mente, en esta comprensión de lo real. Eso explica su propia apoteosis moderna,
comenzada ya con la declinación de la antigüedad; cuando, dando lugar a la
transición medieval, devino en el refugio que relativizaba el hiper
trascendentalismo político.
De hecho, cuando la Modernidad se
presentó como apoteosis de la filosofía, tuvo que hacerlo también del arte;
porque solo este canalizaba esa comprensión del valor inmano trascendente de lo
real, en su misma comprensión. El cristianismo había impuesto una contracción
al pensamiento mítico, con las restricciones que no había tenido en la antigüedad;
por eso fue importante el arte moderno, a pesar de los cepos impuestos —y
sobrepasados— de simbolistas a realistas, en su puritanismo crítico.
Pero esa facultad del arte es sólo
funcional en la legitimidad de su acto reflexivo, como proyección de la
conciencia; dirigiéndose a la proyección de lo real en sus desarrollos
posibles, con un probabilismo que le hace efectivo en el realismo. Si la
inteligencia artificial sustituye al hombre en este acto de reflexión de lo
real, es esta funcionalidad la que se pierde; el arte se reducirá a la
banalidad de su formalismo, y el hombre habrá perdido su fuente más genuina de
reflexión existencial.
No es casual que esto ocurra en el
momento en que ya se agota la Modernidad, con su hermenéutica ilustracionista;
ya el arte es un acto que ha perdido la eficacia de su excepcionalidad, como un
acto de consumo mediocre y masivo. La filosofía se apresta a recuperar sus
fueros, agotado sus vicios trascendentalistas, de la mano de las ciencias; como
una nueva epistemología, que requiere de nuevas convenciones, aunque con el
cataclismo sísmico de esta exponencialidad.
Pareciera entonces que la
literatura que viene ya no requerirá de la ficción, justo cuando esta es usurpada;
y se puede recordar aquel gesto de Volpi (
Ver) en su defensa de la novela, que era de
su medio de vida y no de su comprensión de lo real. La funcionalidad reflexiva
del arte se reflejó en la Modernidad con su operatividad económica, y esta
pérdida avisa de su desactualización; la literatura que viene podrá reírse del
bucle en que cayó la ficción, cuando fue sobrepasada por su propia naturaleza,
ante esta brillantes con que se alisará las faldas.
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