Wednesday, February 22, 2023

La literatura que viene

Si la computadora personal fue una apoteosis, su valor exponencial no perdía la racionalidad lineal y era predecible; era el fin lógico al que conducía la eficacia tecnológica de la postmodernidad, explicando sus cambios. La de la inteligencia artificial es otro tipo de apoteosis, cuya exponencialidad alcanza los niveles caóticos del entrelazamiento cuántico; porque ya se trata de la determinación misma de la cultura como realidad, pero más allá de toda racionalidad posible.

En definitiva, la cultura es una realidad en sí desde sus mismos comienzos en la sociedad primitiva, del paleolítico; y es absurdo pensar que este desarrollo no haya sido exponencial, desde el neolítico al dominio del espacio. Sin embargo, ni los predecibles avances científicos, ni el peligro de apocalipsis atómico que produjeron estos avances; nada nos ha preparado para esta hiper exponenciación, en que nuestra propia expresión cede al empuje tecnológico.

En toda la institucionalidad de la cultura y la política, nadie —editoriales, revistas, universidades— sabe cómo reaccionar; su convencionalismo está siendo sobrepasado por la creación de una inteligencia artificial, que todavía defectuosa ya es amenazante. Eso es grave, más aún en el caso del arte que en el del fraude con y ensayos científicos, que sólo muestran cierta picardía; porque el arte no es un simple medio de comunicación como estos, cuya función hace deseable este desarrollo inesperado.

Contrario a esa convención de las tesis y ensayos científicos, el arte cumple en su expresividad una función; que es gnoseológica, en su reflexión de la realidad, como soporte externo de la mente, en esta comprensión de lo real. Eso explica su propia apoteosis moderna, comenzada ya con la declinación de la antigüedad; cuando, dando lugar a la transición medieval, devino en el refugio que relativizaba el hiper trascendentalismo político.

De hecho, cuando la Modernidad se presentó como apoteosis de la filosofía, tuvo que hacerlo también del arte; porque solo este canalizaba esa comprensión del valor inmano trascendente de lo real, en su misma comprensión. El cristianismo había impuesto una contracción al pensamiento mítico, con las restricciones que no había tenido en la antigüedad; por eso fue importante el arte moderno, a pesar de los cepos impuestos —y sobrepasados— de simbolistas a realistas, en su puritanismo crítico.

Pero esa facultad del arte es sólo funcional en la legitimidad de su acto reflexivo, como proyección de la conciencia; dirigiéndose a la proyección de lo real en sus desarrollos posibles, con un probabilismo que le hace efectivo en el realismo. Si la inteligencia artificial sustituye al hombre en este acto de reflexión de lo real, es esta funcionalidad la que se pierde; el arte se reducirá a la banalidad de su formalismo, y el hombre habrá perdido su fuente más genuina de reflexión existencial.

No es casual que esto ocurra en el momento en que ya se agota la Modernidad, con su hermenéutica ilustracionista; ya el arte es un acto que ha perdido la eficacia de su excepcionalidad, como un acto de consumo mediocre y masivo. La filosofía se apresta a recuperar sus fueros, agotado sus vicios trascendentalistas, de la mano de las ciencias; como una nueva epistemología, que requiere de nuevas convenciones, aunque con el cataclismo sísmico de esta exponencialidad.

Pareciera entonces que la literatura que viene ya no requerirá de la ficción, justo cuando esta es usurpada; y se puede recordar aquel gesto de Volpi (Ver) en su defensa de la novela, que era de su medio de vida y no de su comprensión de lo real. La funcionalidad reflexiva del arte se reflejó en la Modernidad con su operatividad económica, y esta pérdida avisa de su desactualización; la literatura que viene podrá reírse del bucle en que cayó la ficción, cuando fue sobrepasada por su propia naturaleza, ante esta brillantes con que se alisará las faldas.


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