La muerte del epígono
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De cierto, la generación que se hizo cargo de la cultura contemporánea provenía de esa ilustración occidental; concretada a mediados del siglo XIX, por una élite solidificada en su propia madurez, enraizada en el siglo XVII. No podía saber esa generación —pionera de la postmodernidad— que era el último hito, y se prestó a la continuación; sólo que lo hacía en una hermenéutica existencial agotada por la política, bajo el empuje irracional del romanticismo. Por eso, la generación que la sigue, era ya —aunque todavía grandiosa en el gesto— de epígonos y no pioneros; no importa sus estaturas individuales, Orígenes no fue La Habana Elegante, ni Lezama Lima es Domingo del Monte.
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La literatura cubana entra a su
propio trauma antropológico, tratando de repetir en su vulgaridad la elegante
declinación mexicana; y se propone una gesta de la revolución —no fue eso lo
que hicieron los mejicanos—, patética en su debilidad. No es que eso no —¡oh,
Dios!— fuera imposible como principio, la materia es siempre la realidad y
estaba ahí; pero lo real mismo era incompatible con la poética de la pretensión
política, que se refugió en la mediocridad.
El problema con esta cultura cubana
sería entonces que no tiene artistas, sino gente que quiere triunfar en el
arte; por eso, no sólo imitan en vez de experimentar la creatividad de sus
vidas, sino que imitan a los epígonos. Eso se debería a que lo que les interesa
no es la obra que hicieron, sino el triunfo que tuvieron en su epigonato; así,
imitan aún a Borges y no a Lugones, a Paz y no a Reyes, a Lezama y no a Martí, a
Casal y no a Domingo del Monte.
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