Shameless, por fin otra vez la realidad
Ese es el caso de Sin vergüenza (Shameless), en una tradición que se recrea morbosa en lo peor de lo
humano; pero en lo que provee un humanismo más eficiente que ese falso
positivismo ético, que tanto nos contradice en lo interno. Contra eso se rebeló
la irracionalidad del Romanticismo, para terminar en los sermones moralistas
del simbolismo; resurgiendo por suerte más tarde, en esta rudeza del escéptico
individualismo norteamericano, tan realista.
No es casual sino paradójico,
debido a esa contracción del puritanismo burgués y su nuevo elitismo en
Inglaterra; que asentado en la responsabilidad individual, deja espacio
suficiente a la irresponsabilidad, para que aflore cierto realismo. El morboso
horror norteamericano comenzaría en el amaneramiento gótico, contra la
idealización renacentista; y ahí alimenta su vocación de realismo, hasta las
glorias de Mark Twain y Faulkner, no la hipocresía pretenciosa de Paul Auster.
Esta vulgaridad burlona se recrea
en los animados, desde los odiados Simpsons a los pasmosos Family Guy;
una serie introduce a los jóvenes a la sexualidad, con una magistralidad
grosera e igual d eficiente, en Big Mouth. Lo mejor de Shameless es que no pretende nada, es sólo un espejo sin siquiera distorsiones o polvo enturbio;
no lo necesita, es la realidad en toda su crudeza depredadora, avisando de
nuestra imprevista debilidad.
Con un elenco fresco y lujoso, la
serie muestra un Chicago que no desconoce el glamour, pero se sabe pobre; no es
un discurso, sus fronteras sociales son porosas —como toda realidad— y alientan
el traspaso continuo. Quizás la mejor parte sea esa frescura del elenco,
relativamente desconocido a nivel nacional; que por lo mismo explota el talento
real más que los grandes nombres, dependiendo de libretos inteligentes.
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