Heberto, dentro del juego
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En algún momento, uno de los escritores
arrastrados a la confesión, habla de su libro como de salvación colectiva;
porque hasta ese punto ha llegado la soberbia de los escritores postmodernos —hasta
el surrealismo es postmoderno—. Ese es el problema, que explica incluso la
desconfianza del puritanismo político revolucionario ante la potestad del
escritor; que independiente de su mayor o menor autenticidad, se apoya en
aquella soberbia de monje iluminado por su propio genio.
Lo cierto es que a todo o largo de su
confesión, Padilla deja entrever una sonrisa cínica y teatralidad gestual; su
verborrea es rica y colorida, aguda y con giros asombrosos, como el texto
literario en que se expresaba normalmente. El discurso de Padilla no es el
sobrio discurso de un hombre con miedo, y forzado a violentarse como hereje
ante la Inquisición; su gestualidad sigue remedando la del máximo líder, que agita
el dedo índice y suda enérgico, como en una puesta de Teatro No.
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Hasta la falsedad de su contrición, por haber
traicionado personalmente a Fidel, es burlesca en ese sentido; parece una
elaborada trampa, mostrando el personalismo —en aquella época— de la
institucionalidad política cubana. Su mismo desdén por la vanidad con que se
solazaba en los elogios extranjeros parece una confirmación de estos; su libro
había sido premiado por unanimidad, y habría ganado cualquier concurso de los
más prestigiosos de Occidente; no ya un concursillo como el de la UNEAC que aún
trataba de cimentar su legitimidad, como proyección del pensamiento político.
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El caso Padilla ha cobrado nueva notoriedad,
por el estreno de un documental que se centra en él, Pavel Giraud; los cubanos
—su pretendida élite intelectual— se han concentrado en el acceso del director
a ese material de archivo. El acceso de Giraud a ese material es lógico, con
esa extraña lógica de todo en Cuba, donde el bien y el mal son porosos; el
material existe, y mil personas distintas han tenido acceso a él, cada uno con
intereses propios, que solo Dios sabe cuáles son.
Más allá de la curiosidad que nos pierde em
actitudes superficiales y folclóricas, lo importante estaría en esta
posibilidad; que es la de ver cosas que —por cualquier motivo— no habíamos
podido ver, porque nunca es tarde para comprender el mundo. No parece que eso
sea posible, el ser humano —y Cuba como parte del mundo— es especialista en
ocasiones perdidas; el caso Padilla perdurará, hasta integrarse para siempre en
la mitología fundacional del país, porque su importancia reside en la
revelación.
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