El 23 de Abril de 1547, nacería Miguel
de Cervantes y, y en la misma fecha pero de 1564 lo haría William Shakespeare;
por ambos la fecha se reconoce como día de las lenguas española e inglesa, que alcanzan
su madurez con la obra de estos. Esto señala la trascendencia innegable de
estos hombres, porque es en la literatura que la lengua se organiza y madura;
como un soporte externo, que potencia la reflexión en tanto existencial, como
comprensión peculiar del mundo.
En esa misma fecha pero de 1936,
nacería en Jovellanos Georgina Herrera, otorgando un valor similar a la poesía;
no ya a la lengua, que desde Cervantes ha madurado permitiendo esta otra
maduración de la poesía en Cuba; pero sí esta poesía, que es peculiar porque renueva
la instrumentalidad del lenguaje para la reflexión como existencial. Se trata
por tanto de un hecho de similar trascendencia, aunque la proximidad nuble un
poco este alcance suyo; porque será en esta instrumentalidad que la cultura consiga
su mejor integración, como específicamente cubana.
A saber, en tanto reflexión
artificial de la realidad, la cultura es un entramado de relaciones tan caótico
como aquella; pero ya —distinto de aquella— con un sentido propio, por esa
peculiaridad en que se realiza, más aún en cuanto cubana. De hecho, Cuba es el
punto crítico en que bulle occidente, sin poder concretarse por sus innúmeras contradicciones;
que sólo pueden conciliarse en la integración funcional, a partir de una
comprensión progresiva y dada de la realidad.
Esa progresión es la que aportaría
el lenguaje, como su propio desarrollo y madurez, dada en su funcionalidad; y
esta es la que residiría en su capacidad para reflejar lo real, en una
estructura poética que devela el sentido de la vida. Esto es lo que reconoce
trascendencia al arte y la literatura, explicando esos alcances de Cervantes y
Shakespeare; como Georgina Herrera, cuya poética contrae los sinsentidos
formales de la literatura cubana a su función existencial.
Recuérdese que la literatura cubana
se ha distorsionado en el determinismo político desde finales del siglo XIX;
cuando el simbolismo seudo realista se impone al naciente costumbrismo criollo,
suscitando la crítica acerba de lo real. Este es el drama que se desenvuelve desde
Cirilio Villaverde y Morúa Delgado, y se extiende por la novelística nacional;
pero sin resolverse, porque la novela —distinto de la poesía— es demasiado
susceptible a la interferencia del autor.
Por eso, la novela cubana sólo puede
exponer esas contradicciones, pero no solucionarlas como sí la poesía; y esto
no por sí misma o de hecho, sino en la medida en que esa poesía escape a ese mismo
determinismo político. Eso lo hace Herrera, como el engarce que une los dos
períodos de esplendor y decadencia de la cultura cubana; emergiendo como
potencia que resume el primero, para concretarse atravesando toda dificultad en
el segundo. La trascendencia innegable de Cervantes y Shakespeare está dada por
su inmanencia, no menos innegable; la de Georgina Herrera está por ver, pero
como aquella reside en esta naturaleza existencial —no política— de su poesía.
En los tres casos, es la
perdurabilidad lo que garantiza esa función de la forma, ya excelente en
su valor propio; en este último caso por esa terca existencialidad que la
adensa, más allá del florilegio político y hasta de la frase hermosa. La poesía
de Herrera establece una hermenéutica desde la que reflexionar la existencia de
la nación en su cultura, ese es su valor; y es funcional, cumpliendo el reclamo
de Morúa a Villaverde, con esa integración efectiva del margen político en su
existencialidad; no ya como negro —aunque sí por negro— ni como mujer —aunque
sí por mujer—, en su extrema humanidad.