De la reflexión estética
No que esto fuera extraño, ese auge progresivo de lo Moderno lo impulsa el cristianismo
desde la antigüedad; cuando, con la humanización de Dios, empuja el espectro
hermenéutico desde lo teocéntrico a lo androcéntrico. Desde entonces, siempre
se ha elogiado la aparente sencillez y credulidad del carbonero; que toma su
fuerza de la fe como forma de conocimiento, contrapuesta a la razón, explicando
la sospecha católica contra el Modernismo.
El proceso es paradójico, al identificar al espíritu con la razón, haciendo del racionalismo una forma de espiritualismo; pero la contradicción se tuerce, negando de algún modo la negación, cuando se postula en la contradicción de materia y espíritu. No se trata de que una niegue a la otra sino de que se la subordina, poniéndose el énfasis en cuál determina a cuál; pero en una extraña contraposición, que no tiene en cuenta la naturaleza unificiente de la realidad, que no admite ese tipo de tensión.
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No es gratuito que los grandes estetas surgieran en el apogeo del racionalismo
positivo, equilibrando la tensión; que en el desequilibrio de esa nueva fe que
fue la ciencia, despojaba al humano de su acceso a lo trascendente. De ahí que
fuera posible postular un desarrollo del arte, semejante al de la filosofía en
sus tradiciones premodernas; con la ventaja además de que una naturaleza
primeramente formal y luego gnoseológica, en tanto reflexión.
Esa ventaja significa que en su esfuerzo gnoseológico, si bien secundario, el
arte se desarrollaría como un realismo; susceptible de distorsión idealista,
como en definitiva ocurriría en sus derivaciones vanguardistas, pero realista
en principio. Eso ya era ventaja, ante la fatalidad idealista del conocimiento
filosófico, que siempre ha de perderse en sus propias explicaciones; y que es
en lo que al arte retiene esa facultad de comprensión de lo real en su
trascendencia, supliendo las carencias creadas por la filosofía.
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La facultad gnoseológica del arte, en su naturaleza reflexiva, resultaría
así contradictoria, aunque sólo en apariencia; ya que precisamente esa provisión
apelaría a la experiencia individual e intransferible del conocimiento, no a su
objetividad. No se trata de que el conocimiento no sea transferible, pero sí lo
es la experiencia de comprensión anterior en que se basa; y que es lo que a su
vez explica esa extraña facultad del arte, como experiencia individual y no
objetiva, que lo que organiza es una intuición sobre la realidad.
Esto es importante, porque resuelve esa contradicción de una naturaleza
gnoseológica de la reflexión estética; que es cierta, pero referida a la
individualidad de la experiencia de conocimiento, no a la convencionalidad de
su comprensión última. La diferencia estriba en el carácter intuitivo de la
primera, que siempre antecede como prejuicio el desarrollo de todo juicio; aunque
fuera por esta diferencia que pudo preservar alguna intuición sobre la realidad
en su trascendencia… cuando fue necesario.
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