Los mitos normalmente explican fenómenos y problemas teológicos, y por eso narran
las vidas de los dioses; que en sí mismos son representaciones de las
determinaciones de la realidad, que resulta de la forma en que se relacionan
entre sí. De ahí la profusa sexualidad de los dioses, como explicación última
de la energía compulsiva de la realidad; y normalmente también, suelen derivar
en una justificación explicativa, resultando en la legitimación trascendente de
cuestiones políticas.
Eso no es extraño, la política es una naturaleza en que la cultura adquiere
su valor apoteósico como realidad; que reproduce artificialmente a la realidad
en sí, como extensión en que ocurren los fenómenos reales. En ese sentido, un
mito especialmente llamativo es el de la lucha de los orishas contra el Diablo;
en la que este representa el mal en su forma más clásica, de máxima dificultad
para la realización plena del ser.
En la tradición yoruba, ningún santo conseguía vencer al diablo, que lo
mismo se escurría que los vencía; esto último aprovechando alguna debilidad, que
los exponía en sus propias dificultades. Quienes único consiguieron vencer al diablo
fueron los jimaguas, niños hijos de Shangó y Oshún; que así son el fruto de la
relación complementaria en que se consigue la naturaleza de las cosas, y con
ello la base para su respetiva realidad.
Lo curioso es que sean los jimaguas, por esa condición infantil que
acercaría el mito al problema de la inocencia; que siendo clásico y recurrente,
aquí aparece en esa función de alegría y disfrute de lo inmediato. Es curioso,
porque esa capacidad de disfrute es lo único a lo que no puede sobreponerse el
diablo; falleciendo agotado, no ante el esfuerzo —debilitado en la relativa
hipocresía— de los otros, sino ante la paz.
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