En 1980 Dionne Warwick rompió un bloqueo internacional y cantó en
Sudáfrica, en el 2015 repitió el desafío en Israel; había mucho de dignidad en
su obstinación, presentado como cierto prurito profesional de respetar
contratos. Había sin embargo suficiente respaldo como para justificar la
excepción, y que Warwick desviara su atención a otras fuentes; más allá de todo
esto, está la complicada negociación con que la figura marginal gana espacio
para su especie, poco a poco.
No hay que llamarse a engaño, los Estados Unidos que condenaba a Sudáfrica
fue el mismo que la había apoyado; por el momento la rama izquierda del
parlamento mundial se habría subido al podio, pero el mundo seguiría dando
vueltas. La reticencia de Warwick puede recordar el pragmatismo de Miriam Makeba,
que no se refugió en Cuba sino en Estados Unidos; quizás ambas supieran que la
retórica no es sincera nunca, y que los grandes gestos se agotan en el símbolo.
Como mujer negra, Warwick sabía que la aceptación del público universal era
hipócrita, no tenía por qué responderle; una cosa era la distancia del
escenario, donde no tenían que codearse con ella, o el backstage en que podrían
presumirla; otra muy distinta compartir el transporte público sin siquiera el
privilegio de aquella voz, que es lo que se discutía en Sudáfrica e Israel. En
cambio, actuando por sí misma, no sólo sentaba el ejemplo de suficiencia
individual y pragmatismo político; también conseguía que ese enemigo para el
que cantaba tuviera otra oportunidad de comprender lo que hacía, ofreciéndole
una alternativa de redención.
Que el otro cogiera el laurel que le pasaban o no, era problema de ese
otro, no suyo; ella ni siquiera tenía que ser consciente de su propio gesto,
sino sólo de ejercer la negociación en términos pragmáticos y no retóricos. Eso
fue lo importante y hasta eficaz por principio, la posibilidad que brinda el
gesto individual; que repercutiendo en toda la especie, brinda resultados inesperados
donde hace más falta, que es el carácter, y es individual.
Dionne pudo haberse plegado, y desaparecer en esa ola de catarsis política
que luego dejó a los negros atrás; en vez de eso escogió respetar sus
contratos, y hacer lo que mejor sabía hacer, que era cantar como mejor podía.
Como resultado, tuvo críticas de todos los blancos que sabían y dictaban lo que
los negros debían hacer por su dignidad; pero a ellos los ha sepultado la
historia en el anonimato de su convencionalismo, sólo ella brilla en su
capacidad para ser ella misma.
El error persistente del Occidente moderno, ha sido perseguir la
trascendencia para realizarse desde ahí en plenitud; no importa el asombro con
que descubren de vez en cuando que es al revés, desde Santo Tomás a Heidegger. La
trascendencia es una condición exclusiva del Ser, justo porque es en sí y por
sí mismo, en su inmanencia; la fidelidad de Dionne a sí misma y la entrega de
su mejor oficio, es probablemente el mejor servicio que haya prestado nunca.
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