West podría ser uno de los más espectaculares
pensadores hoy día, y su conflicto con la Academia de los más reveladores; no ahora,
que parece terminar su difícil romance con Harvard, sino desde mucho antes, desde
el inicio. West siempre ha sido un personaje difícil para esa convención
traumática que es el academicismo norteamericano, en la que suele navegar a
contracorriente; pero más por la convencionalidad alternativa que plantea con
su comportamiento de celébrity, no por el innegable genio.
El problema con West puede ser justo esa
ambigüedad, en que explota el genio pero no en función del mismo; ya que por el
contrario, lo malgasta en un activismo más o menos meritorio pero sin dudas
mediocre en el reivindicacionismo. Es todavía e indiscutiblemente meritorio,
por la magnífica individualidad en que no sucumbe al entorno marxista o filo
socialista; pero a pesar de su naturaleza profunda y existencial, es demasiado
exhibicionista para ser tomado en serio.
Eso es tan evidente, que lo que más le
critica la Academia no es la singularidad sino la mediocridad burguesa; por la
que malgasta el glamour de su academicismo, en esa suerte de banalidad rentable
que es la personalidad televisiva. Así West se vende como un producto filosófico
más o menos accesible, igual que Neil DeGrase y George Takey; aparte de las mil
salvas que constante malgasta, en campañas condenadas al sell out como el
socialismo hipócrita de Bernie Sanders.
Aun así, el rechazo solapado de Harvard
tiene su explicación en la sospecha de racismo que persigue a esas
instituciones; no en esos derroches de carisma, que sólo sirven para justificar
el rechazo del genio. No obstante, lo que asombra y decepciona aquí es la
incapacidad de West para ver la oportunidad que le ofrecen; porque en vez de justo
aprovechar ese carisma para reinaugurar el esplendor de un nuevo academicismo
negro, West sólo se queja con el amo.
Es el mismo dilema que padecen los otros
negros académicos, de los que insiste en distanciarse con el genio; porque como
ellos insiste en integrar el sistema que los margina a todos, y él hasta sin la
ilusión de repararlo que tienen los otros. Hay que reconocerlo, la búsqueda
general en el Marxismo responde a esa ansiedad de ser reconocido por el
sistema; lo que al lado de la inconsecuencia de West, reluce en la perfección
de su lógica existencial.
Cualquiera sea la excusa que blinda a Harvard,
lo cierto es que no puede lidiar con su controversial personalidad; pero eso es
lo que explica principios como el del éxodo, que precede a toda formación, y
que él tampoco entiende. El conflicto excede así lo político en lo
antropológico, requiriendo el esfuerzo de una refundación; con la que West
corrija los vicios hermenéuticos en que la Modernidad confirma su decadencia,
como de hecho hizo con los excesos de Heidegger.
El conflicto es así el mismo que tuvieron
los santos Alberto y Tomás, cuando reintrodujeron el Realismo en Occidente; la academia
de entonces los neutralizó, creando la tradición escolástica, en función del
dogmatismo tradicional. A diferencia de los santos, el mundo de West no se
restringe a unos muros conventuales, sino que cuenta con el secularismo
burgués; como los santos, West cuenta con un realismo que introducir, para por
fin superar ese dogmatismo en su raíz platónica, con el Pragmatismo de Pierce —que
de hecho trabaja—.
Sin embargo, burgués al fin, West reclama el
bien estar del hábito antes que la mendicidad heroica del predicador; lo que
sería comprensible, si no fuera porque él mismo insiste en exhibir su
cristianismo, no importa que carezca de una kénosis experiencial. Lo bueno de
la banalidad burguesa es que nos permite la individualidad, lo malo es que nos
resta el carácter; West no es una excepción sino la confirmación recurrente de
esta humanidad banal, que nos hace a todos tan inconsistentes.
Todavía puede ser que Harvard no entre en
razones, y con la reticencia de las otras sea él el que comprenda; podría entonces
apelar a ese legado que tanto se esforzó para parirlo a él mismo, y reinaugurar
un academicismo negro. Dubois y Washington lo mirarían regocijados desde ese
paraíso al que van los cristianos como él, y en el que se supone que crea; así,
desde las reticencias de Moisés, se habría lanzado por la puerta estrecha,
validando su discurso con su carne y no con retórica.
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