El leopardo (Reseña)
En la novela de Lampedusa, la aristocracia siciliana muere con una
elegancia digna de una decadencia autoconsciente. Su caída es una sinfonía
menor, lenta, cargada de una belleza que se sabe terminal. El príncipe de
Salina, ese felino fatigado, no resiste la modernidad: la contempla, la tolera
desde el desprecio calmo de quien sabe que su tiempo ha pasado. Es una danza
con la muerte, hecha con pasos de vals y resignación. Nada de eso sobrevive en
la adaptación de Netflix.
La serie The Leopard no captura la decadencia, solo (apenas) la
ilustra. Es un montaje de estampas bellas, un desfile de palacios lustrados y
trajes que gritan presupuesto. Kim Rossi Stuart, como el Príncipe, camina entre
escenas con la gravedad de un actor que ha comprendido las palabras, pero no el
contexto originario que las habita. Hay gestos, hay encuadres, hay música de
cuerda: falta la muerte invisible que atraviesa cada línea del texto original.
Las referencias históricas se deslizan como telones de fondo, no como
fuerzas vivas. La unificación de Italia, esa tragedia disfrazada de progreso,
aparece como contexto decorativo. No hay verdadera tensión entre lo viejo y lo
nuevo, solo una exposición de contrastes que no se tocan. Es una serie que se
complace en su propia producción.
Visconti, en cambio, comprendió lo esencial. Su adaptación de 1963 no intentó traducir la novela, sino convocarla. Su cámara se mueve como si danzara con la muerte misma, otorgando a cada encuadre el peso del tiempo que se extingue. Burt Lancaster, improbable Príncipe, logra encarnar la dignidad herida y la fatiga de clase sin necesidad de subrayar nada. La escena del baile final —larga, hipnótica, casi funeraria— es más fiel al espíritu de Lampedusa que cualquier reconstrucción literal. Visconti no estetiza la decadencia: la respira. Y al hacerlo, logra lo que la serie de Netflix ni siquiera intenta: saber que todo cambia solo para que nada realmente lo haga.
Quizá no nos quede más que aceptar esta adaptación con el mismo espíritu
con el que el príncipe de Salina observa la llegada del nuevo orden: sin
ilusiones, sin esperanza, pero con una suerte de resignación elegante. Porque
si todo debe cambiar para que todo siga igual, entonces también estas
adaptaciones, vacías y brillantes, son parte de ese eterno retorno. Y tal vez
eso también merezca ser contemplado, aunque sea con la melancolía de quien ya
no espera nada.