Saturday, February 25, 2023

Gloria Rolando, Voces para un silencio

Con este documental, la directora Gloria Rolando trae a la luz la masacre de 1912, silenciada desde la era republicana; y basándose en esa legitimidad moral, se desenrolla como una elegía a la reivindicación política del negro en Cuba. Se trata de una investigación exhaustiva, extendida por tres partes de una hora cada una, necesariamente algo repetitiva; no por la serie de datos novedosos que consigue revelar, sino por el énfasis ideológico con que viene cargado cada uno.

Ese es un vicio de la estética revolucionaria cubana, reconocible en el ascendiente de la directora en Santiago Álvarez; quien salta a cada rato con ese canon que fue Now (1965), en una repentina recreación del problema racial norteamericano. Esto ocurre hacia la segunda mitad de la primera parte, y es una presencia más o menos justificada en el marco de que se trata; pero da también lugar a la suspicacia, por esa recurrencia del falso liberalismo académico norteamericano, mediando en los problemas cubanos.

Entre lo técnico y lo estético, la directora no se preocupa por la unidad de los cuadros, con su diferente procedencia; en lo que parece un desaliño ya habitual a la documentalismo, como si en definitiva no se tratara de un producto visual. El documental es sin dudas revelador, incluso por lo exhaustivo, en ese contexto políticamente restrictivo cubano; pero en aras de una identificación que trasciende lo nacional, peca de ingenuo en su carácter elegíaco, por ideológico.

En definitiva, el dramatismo de la historia queda opacado por la parcialidad de sus testimoniantes; que ni rozan el ascendiente de aquella contradicción sobre la actual, perpetuando en cierto modo el mismo silencio. Más allá de la información que ofrece al panorama interno de la cultura cubana, el material se excede en el metraje; en una longitud que disminuye su impacto efectivo, diluyéndolo en la sublimidad de su reclamo de justicia.

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En ese sentido solo se recrea en el dolor por la injusticia histórica, sin tratar de entenderlo incluso por su contexto; en esa contradicción dialéctica de la mera  pretensión de histórica, que en definitiva es una reducción maniqueísta de la historia. Con esto, todo el trabajo de Rolando se desarrolla en ese sentido de reivindicación política sobre la injusticia; que no solo no tiene en cuenta la relatividad del concepto, sino que tampoco esclarece el aporte ético concreto en la actualidad.

Sin dudas es un documento importante y con valor referencial, para cualquier otro acercamiento a este problema; pero también padece la misma parcialidad que lo ha hecho insoluble, alimentado por una parte contra la otra. La masacre de 1912 permanece así en su propia distancia, acercado por otra mirada tan especializada como toda otra; careciendo de esa eficacia que lo haga efectivamente popular, como una preocupación popular y no académica o política.

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Voces para un silencio sigue siendo entonces apenas la sordina, tras el estruendo emocional en que ha devenido la política contemporánea; y en su esforzado acomodamiento a su peligrosa realidad, resalta por la precariedad con que apenas puede hablar de esa injusticia. El problema con la masacre de 1912 es que excede este suceso, y se extiende por la situación política de su momento; concentrándose en la masacre, para contribuir así a esta constricción del problema racial al mito fundacional de la revolución cubana.

En justicia, la primera parte hace un acercamiento parcial a la contradicción de Morúa Delgado y Juan Gualberto Gómez; pero no sólo no es suficiente, sino que cede al peso de la exhaustividad con que la autora trata los otros aspectos históricos del suceso. Junto a esto, el documental se recrea en elementos más o menos pintorescos, en función ilustrativa del documental; pero como un énfasis que resulta artificial, recreando ese anhelo reivindicativo que lo lastra como una elegía poética.


Pavel Giraud y la pretensión de historia

Es difícil decir algo del documental de Pavel Giraud sobre el caso Padilla, por sobre la alharaca que ha desatado; a menos que se parta de la superficialidad del escándalo, sobre la legitimidad y autoridad del autor sobre las fuentes. Giraud, con una fina experiencia en el cine de ficción, hace simplemente un documental, para lo que usa material histórico; y la calidad de este documento debería ser suficiente, como evaluación en sí misma, con independencia de dicha legitimidad.

En su aspecto técnico, El caso Padilla confirma el pulso cinematográfico de Giraud, aunque también sus vicios; dados por una tradición nacional, formada en el trascendentalismo de la estética socialista, y su énfasis en los discursos. En este sentido, la omnipresencia de Fidel Castro —con sus discursos en off sobre una ciudad— no es eficiente; repite el recurso dramático un efecto ya visto muchas veces, porque al fin y al cabo estamos al final de la postmodernidad.

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En principio, el material consigue el distanciamiento objetivo en que trata de justificarse como documento político; pero poco a poco disuelve este distanciamiento, para participar con un opinión, ya no tan autorizada en el sesgo. Es sutil pero omnipresente, para terminar en un alargamiento innecesario que recuerda esta naturaleza didáctica; que es uno de los vicios con que la estética socialista desvirtuó el valor gnoseológico del arte, incluso si documental.

Hacia el final, traspasando la tensión de abrazos y apretones de mano con que acaba la reunión, el director prosigue; y termina en un final menor, que vincula el caso Padilla a la protesta juvenil de 2020 ante el Ministerio de cultura. Desgraciadamente aquí, Giraud —como toda élite intelectual— demuestra no haber comprendido la naturaleza del problema; y que estaría en ese trascendentalismo, que poco importa si es cristiano católico, puritano o comunista, por su ineficacia

Pavel Giraud
Esto es lo que revela la naturaleza antropológica (humana) del problema cubano, incomprensiva de su realidad; que así insiste en el carácter mesiánico de sus intelectuales, señalando la ferocidad monstruosa que las oprime. No comprende entonces que ese monstruo no existe, sino que es sólo la expresión de la monstruosidad de su elitismo; que es el que fabrica esos discursos sobre la premisa del uranismo platónico, como las ideologías que después los aplastan.

Como ladra el cerbero de El caimán barbudo cuando los pone en su sitio, intelectuales no son solo los escritores; son también los médicos y todos los que trabajan con la inteligencia, que es el mito espantoso de su carácter ilustrado. La razón del cerbero resalta hoy, con la ciencia poniendo en crisis la hermenéutica humanista con el indeterminismo cuántico; que es por lo que agotado ese trascendentalismo tradicional, la historia les falla eludiéndoles —en la hermenéutica— la pretensión.

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La poesía de Padilla es sublime, porque expresa genuinamente la grave experiencia existencial de la revolución; y no fracasa sino que muestra los frutos lógicos de esa soberbia, sin que eso signifique que ha aprendido la lección. El documental recuerda que Padilla tuvo que abandonar Miami, por las mismas razones que había llegado allí; de modo que la cultura cubana deviene en un uróboros, que amenaza todo futuro con la impasibilidad de su soberbia.

En este sentido, Giraud debe recordar que está atrapado por esta pretensión de historia, dada por su contexto; en el que no falta la suspicacia, ya desde la misteriosa ascendencia de Fidel Castro, proyectada aún como su sombra. Ese terror, en un mundo ya saturado de conspiraciones por más de dos milenios de historia, es lo que se levanta en la cuestión; sabiendo que esa irrelevancia de su legitimidad oculta la relevancia de su opinión personal, que no es ya estrictamente artística.

La muerte de Padilla como víctima de estas aguas, obvia que la mediocridad es el ambiente que lo envuelve; la ferocidad de estos opuestos no es equivalente sino funcional, uno es ofensivo y el otro es defensivo y explicado en el primero. De este modo, el documental esquiva la lógica de que para evitar una reacción debe eliminarse su provocación; porque no están separadas por obstinación política, sino por la lógica elemental de toda tensión, basada en una acción primera.

En los paneos sobre el público, la cámara recoge el estoicismo de los dos únicos seres bellos del momento; Nanci Morejón —como la naturaleza— es cogida en medio de un bostezo más que expresivo, al lado de un serio Rogelio Martínez Furé. Víctimas ellos del proceso paralelo del grupo El puente, saben que sólo se trata de sobrevivir aquel derrame de soberbia; cosas de blancos —dirán por dentro—, con ese maniqueísmo peculiar con que distorsionan su preciosa dialéctica en la pretensión de historia.


Wednesday, February 22, 2023

La literatura que viene

Si la computadora personal fue una apoteosis, su valor exponencial no perdía la racionalidad lineal y era predecible; era el fin lógico al que conducía la eficacia tecnológica de la postmodernidad, explicando sus cambios. La de la inteligencia artificial es otro tipo de apoteosis, cuya exponencialidad alcanza los niveles caóticos del entrelazamiento cuántico; porque ya se trata de la determinación misma de la cultura como realidad, pero más allá de toda racionalidad posible.

En definitiva, la cultura es una realidad en sí desde sus mismos comienzos en la sociedad primitiva, del paleolítico; y es absurdo pensar que este desarrollo no haya sido exponencial, desde el neolítico al dominio del espacio. Sin embargo, ni los predecibles avances científicos, ni el peligro de apocalipsis atómico que produjeron estos avances; nada nos ha preparado para esta hiper exponenciación, en que nuestra propia expresión cede al empuje tecnológico.

En toda la institucionalidad de la cultura y la política, nadie —editoriales, revistas, universidades— sabe cómo reaccionar; su convencionalismo está siendo sobrepasado por la creación de una inteligencia artificial, que todavía defectuosa ya es amenazante. Eso es grave, más aún en el caso del arte que en el del fraude con y ensayos científicos, que sólo muestran cierta picardía; porque el arte no es un simple medio de comunicación como estos, cuya función hace deseable este desarrollo inesperado.

Contrario a esa convención de las tesis y ensayos científicos, el arte cumple en su expresividad una función; que es gnoseológica, en su reflexión de la realidad, como soporte externo de la mente, en esta comprensión de lo real. Eso explica su propia apoteosis moderna, comenzada ya con la declinación de la antigüedad; cuando, dando lugar a la transición medieval, devino en el refugio que relativizaba el hiper trascendentalismo político.

De hecho, cuando la Modernidad se presentó como apoteosis de la filosofía, tuvo que hacerlo también del arte; porque solo este canalizaba esa comprensión del valor inmano trascendente de lo real, en su misma comprensión. El cristianismo había impuesto una contracción al pensamiento mítico, con las restricciones que no había tenido en la antigüedad; por eso fue importante el arte moderno, a pesar de los cepos impuestos —y sobrepasados— de simbolistas a realistas, en su puritanismo crítico.

Pero esa facultad del arte es sólo funcional en la legitimidad de su acto reflexivo, como proyección de la conciencia; dirigiéndose a la proyección de lo real en sus desarrollos posibles, con un probabilismo que le hace efectivo en el realismo. Si la inteligencia artificial sustituye al hombre en este acto de reflexión de lo real, es esta funcionalidad la que se pierde; el arte se reducirá a la banalidad de su formalismo, y el hombre habrá perdido su fuente más genuina de reflexión existencial.

No es casual que esto ocurra en el momento en que ya se agota la Modernidad, con su hermenéutica ilustracionista; ya el arte es un acto que ha perdido la eficacia de su excepcionalidad, como un acto de consumo mediocre y masivo. La filosofía se apresta a recuperar sus fueros, agotado sus vicios trascendentalistas, de la mano de las ciencias; como una nueva epistemología, que requiere de nuevas convenciones, aunque con el cataclismo sísmico de esta exponencialidad.

Pareciera entonces que la literatura que viene ya no requerirá de la ficción, justo cuando esta es usurpada; y se puede recordar aquel gesto de Volpi (Ver) en su defensa de la novela, que era de su medio de vida y no de su comprensión de lo real. La funcionalidad reflexiva del arte se reflejó en la Modernidad con su operatividad económica, y esta pérdida avisa de su desactualización; la literatura que viene podrá reírse del bucle en que cayó la ficción, cuando fue sobrepasada por su propia naturaleza, ante esta brillantes con que se alisará las faldas.


Monday, February 20, 2023

Heberto, dentro del juego

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En algo tiene razón Heberto Padilla en el patetismo de su autocrítica, y es que Fuera del juego no es un libro hecho con experiencia de vida; si es cierto que hizo su libro con lecturas, no con experiencias de la vida, como un filósofo viejísimo y enfermo. Es verdad que ese libro expresa un desencanto, y era artificial en ese ímpetu crítico que se vuelve contra su dueño; en definitiva, de esa doblez está hecha toda la literatura contemporánea, sólo que cuenta con una institucionalidad más benévola que la estulticia revolucionaria cubana.

En algún momento, uno de los escritores arrastrados a la confesión, habla de su libro como de salvación colectiva; porque hasta ese punto ha llegado la soberbia de los escritores postmodernos —hasta el surrealismo es postmoderno—. Ese es el problema, que explica incluso la desconfianza del puritanismo político revolucionario ante la potestad del escritor; que independiente de su mayor o menor autenticidad, se apoya en aquella soberbia de monje iluminado por su propio genio.

Lo cierto es que a todo o largo de su confesión, Padilla deja entrever una sonrisa cínica y teatralidad gestual; su verborrea es rica y colorida, aguda y con giros asombrosos, como el texto literario en que se expresaba normalmente. El discurso de Padilla no es el sobrio discurso de un hombre con miedo, y forzado a violentarse como hereje ante la Inquisición; su gestualidad sigue remedando la del máximo líder, que agita el dedo índice y suda enérgico, como en una puesta de Teatro No.

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La actuación de Padilla no sólo recuerda la omnipresencia del líder, sino que la explica en estos gestos nimios; repetidos por todos sus subalternos, excepto —hasta entonces— Padilla, Arlequín y no Pierrot alrededor de Colombina. El poeta parece así devolver el golpe a sus enemigos vencedores, venciéndolos en una inesperada invulnerabilidad; más patético que él es el coro de los que se apresuran, probablemente con más miedo de él que de los policías que los vigilaban.

Hasta la falsedad de su contrición, por haber traicionado personalmente a Fidel, es burlesca en ese sentido; parece una elaborada trampa, mostrando el personalismo —en aquella época— de la institucionalidad política cubana. Su mismo desdén por la vanidad con que se solazaba en los elogios extranjeros parece una confirmación de estos; su libro había sido premiado por unanimidad, y habría ganado cualquier concurso de los más prestigiosos de Occidente; no ya un concursillo como el de la UNEAC que aún trataba de cimentar su legitimidad, como proyección del pensamiento político.

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En algún momento, Padilla parece guiñar al futuro en la cámara que lo graba, ratificando la pureza de su autocrítica; no sea —dice— que alguien sienta que no es honesta, como si pudiera haber sido honesta, o que alguien creyera eso o le importara. De hecho, Padilla advierte a ese público consternado que como mismo vinieron por él vendrán después por ellos; que es por lo que todos captan el mensaje, y se apuran a sus propios actos de contrición, haciendo más escandalosa la farsa.

El caso Padilla ha cobrado nueva notoriedad, por el estreno de un documental que se centra en él, Pavel Giraud; los cubanos —su pretendida élite intelectual— se han concentrado en el acceso del director a ese material de archivo. El acceso de Giraud a ese material es lógico, con esa extraña lógica de todo en Cuba, donde el bien y el mal son porosos; el material existe, y mil personas distintas han tenido acceso a él, cada uno con intereses propios, que solo Dios sabe cuáles son.

Más allá de la curiosidad que nos pierde em actitudes superficiales y folclóricas, lo importante estaría en esta posibilidad; que es la de ver cosas que —por cualquier motivo— no habíamos podido ver, porque nunca es tarde para comprender el mundo. No parece que eso sea posible, el ser humano —y Cuba como parte del mundo— es especialista en ocasiones perdidas; el caso Padilla perdurará, hasta integrarse para siempre en la mitología fundacional del país, porque su importancia reside en la revelación.


La muerte del epígono

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Probablemente el trauma que paraliza a la cultura cubana sea sólo la expresión del otro, en que decae Occidente; en definitiva eso sería lo ocurrido en su cultura popular con el político, que deviniera grave por lo antropológico. El problema con la llamada alta cultura en Cuba, podría estar su mismo carácter artificioso y extemporáneo; preparada minuciosamente como fue, por una tradición ilustrada, que de pronto cumplió los insobrevivibles trescientos años.

De cierto, la generación que se hizo cargo de la cultura contemporánea provenía de esa ilustración occidental; concretada a mediados del siglo XIX, por una élite solidificada en su propia madurez, enraizada en el siglo XVII. No podía saber esa generación —pionera de la postmodernidad— que era el último hito, y se prestó a la continuación; sólo que lo hacía en una hermenéutica existencial agotada por la política, bajo el empuje irracional del romanticismo. Por eso, la generación que la sigue, era ya aunque todavía grandiosa en el gesto— de epígonos y no pioneros; no importa sus estaturas individuales, Orígenes no fue La Habana Elegante, ni Lezama Lima es Domingo del Monte.

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Más allá de Cuba, Jorge Luis Borges es más grande que Lugones, pero menos incisivo, y Octavio Paz tiene que reverenciar a Alfonso Reyes; de hecho, ni Vargas Llosa ni García Marques retendrán la gloria de sus mismas juventudes, con la repetición que les desagua los estilos. Si eso es con ellos, qué quedará para los que ya solo pueden ser —no ya segundones— epígonos de los epígonos; qué giro inusitado (Borges), qué metáfora bellísima en lo estrambótico (Lezama), qué eficiente pretensión de antropología (Carpentier).

La literatura cubana entra a su propio trauma antropológico, tratando de repetir en su vulgaridad la elegante declinación mexicana; y se propone una gesta de la revolución —no fue eso lo que hicieron los mejicanos—, patética en su debilidad. No es que eso no —¡oh, Dios!— fuera imposible como principio, la materia es siempre la realidad y estaba ahí; pero lo real mismo era incompatible con la poética de la pretensión política, que se refugió en la mediocridad.

El problema con esta cultura cubana sería entonces que no tiene artistas, sino gente que quiere triunfar en el arte; por eso, no sólo imitan en vez de experimentar la creatividad de sus vidas, sino que imitan a los epígonos. Eso se debería a que lo que les interesa no es la obra que hicieron, sino el triunfo que tuvieron en su epigonato; así, imitan aún a Borges y no a Lugones, a Paz y no a Reyes, a Lezama y no a Martí, a Casal y no a Domingo del Monte.

Ahora envejecen, rotándose turnos en talleres eternos, como si aún tuvieran eso que no existe  se llama tiempo; y son estériles, en la infecundidad del epigonato del epigonato, sin descendencia posible. Negados a la gloria marmórea de la edad, se alzan en sus taburetes para recitar las mismas verdades de siempre; ignorando que no hay estilo que sobreviva al siglo, el simbolismo ya tiene uno y medio, y el surrealismo fue apenas un gesto suyo.


Sunday, February 19, 2023

Shameless, por fin otra vez la realidad

De todas las escuelas éticas del mundo han sido, sólo los epicúreos —y en ese entonces— se ocuparon de lo real; todas las demás han insistido en sublimidad de lo irreal, provocando los traumas que también pueblan el mundo. Eso probablemente sea lo que explique la eficacia existencial del arte norteamericano en su carácter popular; no ciertamente el de sus élites intelectuales, siempre a la zaga del trascendentalismo idealista, con el otro trauma de su contradicción.

Ese es el caso de Sin vergüenza (Shameless), en una tradición que se recrea morbosa en lo peor de lo humano; pero en lo que provee un humanismo más eficiente que ese falso positivismo ético, que tanto nos contradice en lo interno. Contra eso se rebeló la irracionalidad del Romanticismo, para terminar en los sermones moralistas del simbolismo; resurgiendo por suerte más tarde, en esta rudeza del escéptico individualismo norteamericano, tan realista.

No es casual sino paradójico, debido a esa contracción del puritanismo burgués y su nuevo elitismo en Inglaterra; que asentado en la responsabilidad individual, deja espacio suficiente a la irresponsabilidad, para que aflore cierto realismo. El morboso horror norteamericano comenzaría en el amaneramiento gótico, contra la idealización renacentista; y ahí alimenta su vocación de realismo, hasta las glorias de Mark Twain y Faulkner, no la hipocresía pretenciosa de Paul Auster.

Es la tradición que alimenta la eficacia del Realismo Mágico en Latinoamérica, que continua en su interior; con una televisión que no se horroriza de lo humano, sino que lo trivializa en su sentido del arte Pop. Antes que Shameless ocurrió el precedente Dexter, y más reciente la inmoralidad perversa de PValley; siempre el otro punto de vista, ahora no ya asesino, pero igual desvergonzado, impúdico, mezquino y lujurioso.

Esta vulgaridad burlona se recrea en los animados, desde los odiados Simpsons a los pasmosos Family Guy; una serie introduce a los jóvenes a la sexualidad, con una magistralidad grosera e igual d eficiente, en Big Mouth. Lo mejor de Shameless es que no pretende nada, es sólo un espejo sin siquiera distorsiones o polvo enturbio; no lo necesita, es la realidad en toda su crudeza depredadora, avisando de nuestra imprevista debilidad.

Con un elenco fresco y lujoso, la serie muestra un Chicago que no desconoce el glamour, pero se sabe pobre; no es un discurso, sus fronteras sociales son porosas —como toda realidad— y alientan el traspaso continuo. Quizás la mejor parte sea esa frescura del elenco, relativamente desconocido a nivel nacional; que por lo mismo explota el talento real más que los grandes nombres, dependiendo de libretos inteligentes.

Thursday, February 16, 2023

Defensa de Martin Heidegger

El profesor no ha  decretado la irrelevancia del divino de Baden-Wurtemberg, lo tilda de surrealista poco talentoso; y antes de saltarle al cuello por la irreverencia, debe recordarse que aún se acusa a Hegel con los mismos epítetos. Pareciera que la base irracionalista del negativismo alemán excede toda comprensión, lo que es comprensible; en definitiva, por más que lleve al Idealismo a su apoteosis, no es una tradición sino una reacción, explicando su negatividad.

Sólo que —¡oh, paradoja de duros dedos!— debe recordarse que todo lo que existe exhibe alguna positividad; porque lo negativo es la condición substractiva que modifica toda existencia, no alguna forma de consistencia. Así el negativismo alemán, como la figuración matemática que recrea —es idealista— aludiría en verdad a otra condición; que distinta de la positiva sería de extrapositividad, propia de ese condicionamiento de lo positivo, y distinta de esto como los principios que lo rigen en la constricción.

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El negativismo alemán —y Heidegger como su epítome— aludiría así a esa condición incomprensible al racionalismo; estableciéndose entonces como irracional, no porque responda a la falsedad de la dicotomía, sino como otra racionalidad. Una racionalidad también propia de lo inmanente, pero en su condición de trascendente, en lo de suyo trascendental; intuición ardua, inalcanzable en su extrapositividad  a una epistemología establecida en la racionalidad positiva.

No es por gusto que donde mejor aflore esta intuición sea en el arte, con ese escándalo del Sturm Un Drang; que explica al surrealismo, encaminando esa acusación al de Baden-Wurtemberg, como prueba en manos de profesor. Pero es precisamente el surrealismo —en tanto arte— lo que puede plantearse la necesidad de una hiper metafísica; no una filosofía que ya se dirige a la muerte, perdiendo la lozanía de los diálogos enjundiosos en la aridez argumentativa.

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Deténgase alguien en este momento, en que Dios muestra su espalda a Moisés(Ex. 33-12-23), semejante sensualidad; una revelación de los secretos más hondos del cosmos, como un sentido primero y último de la vida. Es el momento en que tras la Summa Teológica que aún asombra, Santo Tomás descubre que sólo ha escrito paja; Alfred Jarrys postula la patafísica, como ciencia de la excepcionalidad, y Heidegger comprende la verdad del Dasein.


El arte no es una actividad secundaria, sino que está en la base misma y desarrollo de la experiencia de conocimiento; y en su eficiencia desarrolla las intuiciones extrañas a convencionalismo hermenéutico de la filosofía, porque puede. De ahí que la cultura popular sea la que resuelva una comprensión eficiente del valor inmano trascendente de lo real; la pretensión que superó a la hiper especialización de Hegel, porque le faltó esa comprensión de la experiencia existencial

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Hegel no pudo resolver esa intuición suya, porque sólo podía acudir al trascendentalismo asentado por Kant; como Moisés observando el valle de Canaán, sabiendo que no entrará en él, pero solazándose en la gloria de Dios. Será por eso que el esfuerzo de Heidegger resulte sobre humano, y sólo tenga el valor negativo que lo produce; es decir, la extrapositividad de la consistencia indirecta, sintetizando la tradición, para que concluya en la paz de su fracaso.

Al postular el Dasein, Heidegger ha manifestado la insuficiencia de Hegel, y eso no es poco ni irrelevante o distractivo; es apoteósico en el mismo sentido asombroso que lo es Sócrates, al concluir la tradición sofística. Sin Sócrates no habría habido Platón, que es la base —él y no su maestro— filosófica de Occidente; como sin Heidegger seguiríamos dando tumbos por abstracciones sin sentido, como esa del Materialismo histórico.

Sólo por esa referencia de Heidegger, el mundo podrá comprender un día el pragmatismo de Charles Peirce; que al margen de su semiótica —y gracias al bajo perfil del bucolismo inglés— ha desarrollado el probabilismo aristotélico. Está claro, Heidegger no era probabilista sino idealista hasta el agotamiento y la frustración de su escuela; pero eso es un oficio grave, como el Elegba que cierra toda ceremonia para los negros, guardando la eficacia de su hermenéutica.


Wednesday, February 15, 2023

Unidad y diferencia del problema racial en Cuba y los Estados Unidos

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Un error recurrente en la comprensión del problema racial en Cuba y Estados Unidos, es el énfasis en sus diferencias; no porque no sean ciertas —determinadas por condiciones contrarias—, sino por la irrelevancia de estas. Tampoco es que exista una unidad trascendente, que identifique a estos problemas más allá de estas diferencias; que sí la hay, pero que —en tanto toda trascendencia es propiedad de lo inmanente y no una inmanencia en sí misma—, sigue siendo irrelevante.

Más allá de todo eso, el problema racial en Cuba y Estados Unidos está determinado por sus relaciones históricas; que sin fusionarlos los hace interdeterminantes, llegando a establecer una continuidad política entre ellos. Esta continuidad es lo que trata de explotarse políticamente, con su reducción a una unidad trascendente; pero cuyo valor moral le hace inconsistente —por su irrelevancia— hasta como principio, cayendo en sus múltiples contradicciones.

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El problema racial cubano y el norteamericano se relacionan, desde antes de la república cubana de 1902; desarrollando intereses, por parte de los negros norteamericanos, desde la intervención de ese país en Cuba. Cierta pero no totalmente, el atractivo proviene de la mayor laxitud de las relaciones raciales en Cuba; que es relativa pero innegable, en una estructura social que cuenta con la mediación de españoles pobres y asiáticos; mientras que en el país del norte solo cuenta con la beligerancia de la inmigración irlandesa, en competencia directa con la emancipación negra.

No obstante eso es una verdad parcial, que se sobrepone en su densidad al interés de los cubanos en los del norte; sólo que puntualmente —hasta el punto de la individualidad—, por planes de desarrollo como los de Tuskegee University[1]. Eso quiere decir que esta relación ha sido siempre más atractiva para los norteamericanos, que para los cubanos; pero en una complementariedad muy activa, que intercambió intereses de continuo, hasta crear un cuerpo más o menos común.

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Ese cuerpo no sería de una trascendencia moral —en ello inconsistente— sino inmanente, con consistencia propia; aún si no es evidente en su sutileza, proveyendo la hermenéutica en que se puede comprender y resolver el mundo, como una realidad. Se trataría de la posibilidad de una comprensión más efectiva del problema, sujeto a las insuficiencias del intelectualismo moderno; en esa prevalencia del interés norteamericano, con su objeto en la función política de una imposible unidad trascendente.

Esa habría sido la función de la parte cubana en su pasividad histórica, en la contracción de esas deficiencias; por una mayor dependencia suya respecto a la cultura como praxis existencial, contraria a la hermenéutica de ese intelectualismo. De ese modo, incluso la llamada desventaja de una falta de ilustración negra en Cuba se revertiría en ventajosa[2]; no ya al no incorporar esos excesos de la tradición occidental, sino corrigiéndolos de hecho con la suya propia, más efectiva y eficiente; en tanto provendría de la cultura misma como praxis existencial, no de su reducción conceptual.

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Eso es importante, porque no es en esas reducciones que se establecen los parámetros para la reflexión existencial; sino que esto ocurre en la cultura, y eso como práctica misma, que así sirve como referente en su valor experiencia. Esto sería lo que explique no sólo los errores y excesos de ese reduccionismo occidental, sino también su irrelevancia; creando el trauma social en esta contradicción, al retener el poder político efectivo, en su convencionalismo. Eso parte entonces del problema de la inversión funcional de la cultura, como realidad en tanto humana; de la que la política es expresión natural y no determinación, pero reteniendo el poder efectivo que la dirige hacia esta determinación.

Respecto al problema racial en Cuba y Estados Unidos, esto marcaría la función complementaria de sus diferencias; corrigiendo los excesos norteamericanos, en su naturaleza práctica —y en ello existencial— y no política. Esto es posible, justo porque ambos fenómenos se han relacionado histórica y estructuralmente, en esta diferencia; lo también implica la necesidad de sustraerse a la presión política de los del norte, con el desarrollo de una marginalidad propia y singular.


Monday, February 13, 2023

Intuir la forma que no tiene medida, de Francisco Muñoz Soler

Francisco Muñoz Soler
Un poemario es ya en rigor una antología, pero tiene la ventaja de una pretensión de unidad dramática; que en el esfuerzo mismo convierte el libro en un poema, en ese sentido descomunal del gesto de Dios. Solo esa grandilocuencia puede explicar este otro gesto, aparentemente menor, de Intuir la forma que no tiene medida; un poemario breve, recreado en la levedad de la imagen poética, pero con la densidad moral del aforismo.

Uno de los errores más recurrentes de la literatura contemporánea, es esa intensión de magisterio; ese querer decir algo, que desdice la ambigüedad del arte en su objetividad. Ese, sin embargo, no es el caso de este libro de Francisco Muñoz Soler, en que el magisterio es sobrepasado por la displicencia; así, como otro valor formal, ese otro gesto retiene la levedad original de la imagen, contra el peso de la densidad moral.

Se trata por tanto de un libro difícil, cuya dificultad es la naturaleza que une al lector con el escritor; haciendo que esta belleza de la imagen llegue al paladar de la mente con el regusto, en un segundo momento. Eso es interesante, cuando ya el primer momento del gusto es suficiente, con imágenes inesperadamente directas; cuya racionalidad la hace sorprendente en la poesía, normalmente supeditada al mito de la violencia irracional.

Cualquiera que conozca la poesía de Muñoz Soler, sabe que no responde a ese mito de violencia irracional; pero tampoco esperaría esta otra densidad aforística, de monje que amonesta con la belleza de Dios. Es difícil ser original en la literatura contemporánea, que parece haber agotado las formas; pero probablemente el secreto de Marín esté en la autenticidad, que no desconoce la sencillez.

Eso sí, que nadie busque aquí arabescos ni florilegios, porque esta poesía es hiper contemporánea; descansando en un aire prosado, como de oración continua y en susurro, recitativa pero prosada. Esto confirma que la contemporaneidad sí tiene sentido propio, y no tiene nada que ver con la bastedad; sino que se sustenta en su propia poética, como una reflexión calmada, en que el hombre se piensa y descubre a sí mismo.

El libro se divide en secciones, que van de lo interno a lo externo, pero manteniéndose siempre personal; con esa característica criticada en la incomprensión del, que canaliza la reflexión ontológica en la contemporaneidad. Son cinco secciones, que —como horas de monje medieval— se adentran en la naturaleza de la vida y de las cosas; y aprovecha ese tempo especial de la poesía prosada, para cuestionar toda realidad en su profundo dramatismo.

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Es sin dudas de una derivación de aquella osadía de los poemas en prosa, con que Baudelaire revitalizara la poesía; ahora como una culminación, que cierra la parábola del tiempo de una punta a la otra de la modernidad. Con la sobriedad que le fuera negada a Baudelaire —venía de los románticos—, Soler le otorga sentido en su neoclasicismo; para conseguir así una arquitectura contemporánea, que se luce en su sobriedad por lo funcional.

El autor quizás podría jugar un poco más libremente con su fraseo, extremadamente culto; ya que a pesar de esa placidez de la imagen, recurre a vocablos un poco áridos, con demasiada textura para sus imágenes. Pero eso probablemente sea inevitable, pues el entorno mismo del autor —del que toma sus referencias— es culto; sin que pierda por eso la función existencial de lo humano, rompiendo el otro mito de la poesía culta en este valor reflexivo.

Francisco Muñoz Soler es un experimentado autor, conocido por no entregarse a los simple florilegios poéticos; sino que con más de veinte títulos —incluyendo antologías personales— ha sido también traducido a unos siete idiomas. Nacido en Málaga (España) en 1957, se define como un autor con ansias metafísicas, que explican el vuelo místico a la vez que moral de sus reflexiones; una dualidad especial, que lo separa —estoica como una columna en medio de un páramo— en esa verticalidad que lo define en su poesía.


Sunday, February 12, 2023

Acerca del carácter idealista del materialismo histórico(*)

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El problema con el Materialismo histórico, estaría en que no es una superación efectiva de la tradición idealista; cuya dificultad residiría en su trascendentalismo, llevado a la apoteosis con el absolutismo hegeliano. Este mismo absolutismo habría sido un esfuerzo por superar el trascendentalismo kantiano, pero frustrado por su sujeción hermenéutica; ya que aunque en una contracción crítica, lo intenta con sus mismos recursos epistemológicos, creando un bucle dialéctico.

Como desarrollo, esto se debería a la falta de un referente crítico (realista), desde el racionalismo cartesiano; que se trata de superar con el surgimiento de diversas propuestas seudo realistas, como el neo realismo de Jack Maritain. La crisis sería más evidente con el realismo trascendental de Xavier Zubiri, como una actualización de la escolástica medieval; y que reteniendo sus mismos problemas, no consigue superar el problema de la trascendencia, como condición propia —no separada— de lo inmanente. Más efectiva en este sentido habría sido la evolución jesuita sobre la casuística, como preocupación práctica (ética); que así corregiría en este sentido práctico el exceso trascendentalista, con una comprensión más efectiva del valor inmano trascendente de lo real.

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La cuestión habría estribado entonces en la separación inicial de lo trascendente e inmanente, como espíritu y materia; que si bien es lógica de carácter conceptual, produce una atribución de consistencia propia y suficiente a cada uno. Eso es un problema, en tanto lo único con consistencia propia sería la materia, de la que el espíritu sería una expresión; pero cuando el mismo concepto de materia obedece a esta naturaleza meramente formal por su conceptualismo, no directamente comprensible.

El mismo Platón, con su ascendiente en el espiritualismo —de ascendencia oriental— pitagórico, haría este énfasis; que con su tensión entre lo uránico y pandemós establece esta organización hermenéutica, de la que proviene el exceso maniqueo. Debe aclararse que ya el maniqueísmo es una reducción del complejo dualismo —de origen indio en su ascendiente babilonio— oriental; que no comprende su carácter relativo en tanto formal, y carente por ello de consistencia propia, en su simple función referencial.

Esto sería lo que pasa a ser justificado en la tradición trascendentalista, con las referencias lógicas del neoplatonismo; que no va a ser contrastado ni siquiera con la conversión de San Agustín —por ejemplo—, sino desarrollado en una apologética. Esto último tampoco se debería a una perversidad política, que —como todo— resulta innecesaria a la confluencia natural de intereses; sino que su función misma es apologética, en tanto se trata de su justificación política y no de su eficacia existencial, apelado a la sagacidad retórica de los santos.

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La ineficacia estribaría en el establecimiento de objetos irreales —Bien, Verdad, Belleza— como determinaciones de lo real; en tanto arquetipos a los que esta obedecería en su realización, sin que sin embargo posean consistencia para ello; al menos más allá de la convencionalidad, que les daría un valor relativo en su función referencial, antes que el absoluto de una determinación efectiva. Esta contradicción sería la que produzca el trauma político del trascendentalismo, con la persecución de un orden ideal; cuya imposibilidad no sería existencialmente problemática en función referencial, pero sí en cuanto determinación, incluso política.

Esto puede verse cuando, desde esa hermenéutica idealista, el marxismo critica el carácter utópico del socialismo; embarcándose en la realización del paraíso obrero en la tierra, con su derivación distópica en el llamado socialismo real. El Materialismo Histórico sería así otra derivación seudo realista, generada por el mismo idealismo absoluto en su crítica; pero con la ventaja de no tener que acudir directamente —aunque sí en forma subliminal— a la ética cristiana, en crisis por su relevancia institucional.

(*): Apéndice a La decadencia política de Estados Unidos


Wednesday, February 1, 2023

El error del Sr. Du Bois, una visión sobre la negritud.

Miguel Alejandro Bignotte
Por
Miguel Alejandro Bignotte

Como categoría de análisis, la negritud describió un movimiento de élites, político y literario de influencia marxista; que surgió en el Caribe de los años 30, con el propósito de precisar la identidad sociocultural y estética de tradición negra; frente a las posiciones políticas de su metrópolis colonial, con la cual tenían una relación de dependencia. 

Léopold Sedar Senghor, definió la negritud como “el conjunto de valores culturales de África negra”; mientras Aimé Césaire, la definió como “el rechazo ante la asimilación cultural”, proponiendo a Lo cultural por encima de lo político”. Años después, Césaire se retractaría de este concepto por sus aparentes connotaciones racistas; así como por las circunstancias que dieron al traste con la necesidad del movimiento, sobre todo de la categoría negritud.

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Para el autor, sin embargo, la negritud tiene un marco más amplio, con su raíz en la trata de personas en África; con estos ensayos, pretende analizar la negritud en ese sentido, distinto del movimiento que acuñó la categoría. Como expresión de esto, aborda la visión (necesidad) elitista de W.E.B. Du Bois, frente a la industrialista de Booker T. Washington; para lo cual analiza también otras formas de este elitismo, como el Renacimiento Negro de Harlem y la Asociación por el Avance de las Personas de Color; e incluso otras expresiones no elitistas, como el procapitalismo garveyista o el caso de Morúa Delgado. 

Así, en apretada síntesis, abre el diapasón de ese espectro de la negritud, abordando etapas y espacios más amplios; que incluyen otras ex colonias de ascendencia hispana y anglosajona, con una sola mención a casos tan emblemáticos como Sudáfrica y Liberia. Para esto analiza figuras descollantes en varios campos como el militar, el político, académico, literario y periodístico; en los que podemos encontrar a Morúa Delgado, Quintín Banderas, Juan Gualberto Gómez, Evaristo Estenoz o Juan Gualberto Gómez. 

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La obra no es de comprensión sencilla para quien no esté familiarizado con temas especializados, como historia o filosofía; de hecho, es imprescindible una reseña del ojo agudo de un intelectual consagrado. Eso no significa que no pueda ser estudiado por los que desconocemos a profundidad estos temas, si se tiene en cuenta que el autor no usa lenguaje rebuscado, aunque si emplea categorías muy específicas; por ende, se recomienda una primera lectura para apuntar aquellos temas en los que es imprescindible profundizar; y luego una segunda lectura de profundización, que nos permita una máxima aprehensión de los conceptos, hechos y personajes históricos que emplea el autor.

Granados se percibe a sí mismo como un negro, no una persona de color ni un afrodescendiente; y es elemental que no lo hace por el argumento banal del mero color de su piel. Nace en una familia con conciencia de lo que significa ser negro, y de por qué serlo significa una existencia diferente; su madre, la poetisa Georgina Herrera, se inspiraba en la mujer negra, y de ella se diría que andaba con su raza y su pobreza a cuestas; su padre Manuel Granados, novelista negro, fue marginado por autoridades de la cultura cubana al ser considerado un “negro bocón y marginal”. Esas circunstancias duras influyeron en el pensamiento del autor, y por ellas nació negro y vivió consciente de ser negro y arropado por la negritud; marginal por vocación y marginado por el origen racial, son las circunstancias que trazaron su camino de hombre renacentista y libre.

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A pesar del abandono de la negritud como categoría, el autor continua no solo estudiándola en este espectro mas amplio; sino que se inscribe dentro de ella y la aborda sin temor, aunque en cierta literatura —con base en la obra de Claude Lévi Strauss— afirme que no existe la división racial de la humanidad. Sin embargo, independientemente de la influencia política —a veces oportunista—, que ha tenido esta tesis de la biología, la negritud seguirá necesitando estas cualidades; para poder abordar fenómenos sociales que aún no han sido superados, y que tienen —como base al menos— eso que hemos llamado raza, y que no siempre coincide con la etnia. 

De esta manera el ensayista, aunque no lo desconozca, toma distancia del nacionalismo negro, y usa con mucha moderación conceptos como “afrodescendiente”; y no usa términos como “racismo defensivo”, “exclusión de otras razas o etnias” o “discriminación positiva”. Finalmente la sugerencia al lector es que no solo lea la obra sino, que la estudie y complemente con otras lecturas; la petición al autor será que amplie sus ensayos a los fenómenos de discriminación acaecidos en el sur de África. 


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