Por Raúl Rivero
La Academia Sueca le acaba de arruinar la broma entre sombría y risueña que había planeado contra Mario Vargas Llosa un selecto grupo de amigos y enemigos. Esos personajes, unos con cariño y otros con un reconcomio encapuchado en el carácter expansivo de los latinoamericanos, tenían preparado este epitafio para el autor de Conversación en la catedral: «Aquí yace un escritor que aspira al Premio Nobel de Literatura».
El hombre llevaba años en las listas de candidatos y, por encima de cualquier categoría de consideraciones, los lectores del mundo, los críticos, la gente que ha visto crecer —y hacerse universal— su obra iban de la esperanza a la frustración cuando, mediante una maldición escandinava, como descubrió Borges, el nombre del peruano de Arequipa desaparecía de los debates finales en Estocolmo.
Al otorgarle el galardón este año, se reconoce el trabajo de un escritor que comenzó como redactor de noticias de un diario provinciano y que, a partir de aquellas páginas perecederas, ha organizado —con pasión y disciplina de enamorado adolescente— palabra sobre palabra, libro a libro, una revolución en la manera de contar la vida en idioma español.
Vargas Llosa, desde sus primeros cuentos, se ha dedicado a buscar y descubrir fórmulas y técnicas para que la historia, la vida que transcurre en el papel, tenga también la emoción del camino y sus encrucijadas. Les ha dado a los lectores la alternativa de que lo acompañen con inteligencia. En ese desafío, ha hecho rupturas, montajes, engañifas, cambios de tiempo y espiritismo. Se ha arriesgado casi hasta el punto de aquel compatriota suyo que llegó a hablar con desenfado de un traje que vistió mañana.
Las comparaciones son pecaminosas y recurrentes. No creo que se me permita hablar de la poesía en la obra del señor que escribió La casa verde o Pantaleón y las visitadoras sin recibir una exuberante lapidación de expertos y puristas. Eso sí, el amor, el erotismo, el humor, la indagación humana, las radiografías y los retratos, los dramas y los destinos de los seres humanos que viven en las historias de Vargas Llosa están narrados con una reverberación nerudiana. En un tono alto y desbordado. Una celebración, un carnaval de la palabra. Una palabra esplendorosa que cree en la libertad y en el azar, y lo que hace es moverse por el ritmo que le impone el escritor desde su lucidez y su delirio.
Esa sinfonía verbal sin leyes escritas o reconocidas, esa capacidad de asombrar por la orquesta que se va de la pauta, pero no desafina, y los contenidos intensos, conmovedores y apasionantes que ha elegido para narrar le dieron al joven de La tía Julia y el escribidor su silla especial en el llamado boom latinoamericano. Un puesto en el que se instaló, junto a su compañero de viaje Gabriel García Márquez [con sus encontronazos y reconciliaciones], en el cuartel general que Carlos Barral montó en Barcelona.
La maestría a la hora de narrar, la palabra rejuvenecida y como fuente de otro fulgor y otros mensajes hicieron [hacen] que la obra de Vargas Llosa deslumbre y aprese a los lectores de toda Hispanoamérica y de España.
Sus grandes libros autobiográficos le han permitido fotografiar Perú desde sus venas. Su vocación de periodista, su rigor como investigador y su tenacidad hacen que las novelas suyas que se desarrollan en otros ámbitos —Brasil o República Dominicana, por ejemplo— tengan el valor de una experiencia vivida y sufrida.
Yo creo que, dentro de este Mario Vargas Llosa de 74 años que se ha ganado el Nobel y se levanta todos los días a trabajar al amanecer como si un patrón despiadado lo fuera a despedir, sigue alerta y sereno un muchacho de 15 años. Es un joven de camisa blanca, que, en una vieja foto de la redacción del diario La Crónica de Lima, está sentado frente a una máquina de escribir negra y poderosa que parece un órgano.
Hay una hoja en el rodillo y va a empezar a escribir en cualquier momento.
*Publicado originalmente pars el diario El Mundo